Gerard sostuvo el rostro empapado y enrojecido de Christina. Sus ojos pardos brillaban, reteniendo las lágrimas que luchaban por salir. Ella estaba esperando un hijo… *su* hijo.
—Christina…
—No me importa lo que digas, hagas o me pidas: voy a tener a este bebé —espetó la castaña, soltándose del agarre del rubio.
Parpadeaba confundido ante la altiva reacción de Christina. No iba a pedirle nada.
—Solo iba a decirte que no debiste hacer esto. No sé qué pasará con el trato de pareja que teníamos tú y yo…
—Ya regresé a mi país. Ya no es necesario ese trato, Dumont —agregó Christina con seriedad. Gerard notó algo diferente en la castaña.
—No estás entendiendo, Christina. Ahora es diferente…
—¿Qué lo hace diferente? —arguyó la latina, cruzándose de brazos.
—¿Y aún así lo preguntas? —replicó Gerard, exasperado con la manera de actuar de la chica frente a él.
El francés miraba a su alrededor, cayendo en cuenta de que aún estaban en el aeropuerto, en medio de mucha gente. Muchos curiosos se volteaban a mirarlos. Aquella escena tenía al rubio incómodo. *¿Desde cuándo le importaba lo que pensaran los desconocidos? Desde que una mujer de metro cincuenta y ocho decidió convertir su vida en una telenovela.*
—¿Podemos seguir con esto en otro lugar? —susurró Gerard, mirando de un lado a otro, incómodo.
—¿Por qué? —refutó la castaña, mirando confundida la actitud de Gerard. El frío europeo no era tímido; sí reservado, pero la timidez no era algo que se le conociera—. Te hice una pregunta, Gerard, y espero una respuesta de tu parte.
—Yo podría decir lo mismo de ti, Christina —replicó Gerard, usando el mismo tono de interrogatorio que ella. Dos podían jugar al detective.
—De acuerdo, señor Dumont. Tendrá sus respuestas —aceptó Christina, echando los hombros hacia atrás, su ondulada melena castaña ondeando con el gesto—. Pero no aquí, y mucho menos ahora —aseveró la latina, hablando en el idioma natal de Gerard.
—Hasta que dices algo sensato, duendecillo —estaba agotado por tantas horas de vuelo y por asimilar la noticia que acababa de soltar Christina.
No le hacía mucha gracia el apodo que Gerard usaba con ella, pero no se quedaría con eso. Haría que aquel engreído francés se arrepintiera de sus palabras.
—Toma el kennel de Oliver y vamos…
—¿Vamos? —soltó, arqueando una ceja—. ¿A dónde? —averiguó Gerard, recordando que había ido al otro lado del mundo solo por impulso. Nada estaba planeado: solo tomó una mochila, documentos, algo de ropa y su laptop. Compró boletos a un país desconocido sin asesorarse con nadie. No sabía qué era peor: sus impulsos absurdos o terminar haciendo la voluntad de Christina. A él no lo controlaban… pero ahí estaba, brincando de un continente a otro por el capricho de una mujer de menos de un metro sesenta de altura. *Al menos esperaba que el café en Venezuela fuera decente.*
•••
Apenas su pie tocó el asfalto y vio su casa, su pecho se contrajo, recordando el montón de momentos vividos en su hogar. Luego de que el amable taxista bajara su maleta, Christina se adentró a su casa. Si bien no era de Caracas, había pasado allí muchos años de su vida: años en los que atesoraba recuerdos en esa casa llena de plantitas, cortesía de su madre.
Al timbrar y escuchar la voz femenina que la recibía con un “¡ya va, ya salgo!”, las lágrimas llenaron sus ojos. La puerta fue abierta por una mujer mayor pero elegante, y por la emoción Christina no permitió a su abuela hablar. Al instante se abalanzó en un fuerte abrazo que tenía poco más de cinco años de retraso para su abuela María.
—¡¿Qué haces aquí, niña loca?! —dijo la mujer mayor, abrumada por la inesperada sorpresa de ver, después de tanto tiempo, a su nieta—. ¡Ay, mi niña! ¿Tus padres sabían y no me dijeron?
—No, abuela, nada de eso —confesó Christina, limpiando sus lágrimas—. Para ellos, verme aquí también será una sorpresa. Por cierto, ¿dónde están que no los veo?
—Tu padre se fue al negocio y tu madre anda con tu hermano al médico —respondió la amable mujer.
Ambas entraron a la casa. Los ojos de Christina volvieron a humedecerse al ver el interior de la residencia. Los recuerdos llegaron a su mente, aunados a la nostalgia de volver… y al cúmulo de hormonas del embarazo que la tenían sumamente sensible. *Hasta el olor a canela le hacía querer llorar. Qué injusticia.*
—Chris —llamó la abuela María, devolviendo a Christina a la realidad—. Hija… ¿por qué estás aquí? —arguyó la mujer, acercándose a su nieta y buscando su mirada.
Algo, para María, no estaba encajando. A su nieta le faltaba algo por contarle.
—No es nada, abuela —aseguró Christina, tratando de sonar con naturalidad.
—¿Y cuánto te quedarás aquí? —volvió a preguntar la abuela, intentando sacar las respuestas como diera lugar.
—Ay, abue —soltó la castaña, cruzándose de brazos y haciendo una expresión que bien podría ser un puchero—. María, estás muy curiosa. ¿Ya quieres que me vaya de vuelta a París? —cuestionó Chris con dramatismo. Aún no sabía si decir que estaba embarazada. Ver a Gerard en el aeropuerto había cambiado sus planes… y, aún peor, le había dicho que estaba embarazada.
—Hija, no digas eso. Claro que me alegra que estés aquí, Christi… —La mayor calló al sentir nuevamente la calidez de los brazos de su nieta rodearla. María conocía a esa muchacha al derecho y al revés. Esa carricita algo estaba ocultando, pero entendía que ahora no era momento para preguntar. Solo esperaba ser una vieja paranoica y que las razones del regreso fueran netamente nostálgicas.
El maullido de Oliver sacó a Christina de sus cavilaciones. La castaña sacó a su amigo del kennel y, con delicadeza, lo cargó.
—Abue, él es Oliver. Es mi galán francés.
—¡Ualá! Las gatitas del vecindario van a amar al michi europeo —dijo la mayor, soltando una carcajada—. Yo pensaba que me ibas a presentar al *catire* de aquella llamada… y me traes un gato —soltó la mujer unas carcajadas que terminaron contagiando a Christina.