Conquistando Al Francés

CAPITULO 25 FRACTURA.

Sus padres la recibieron con los brazos abiertos. Estar rodeada de su familia le hizo sentir segura, confiada y capaz de enfrentar cualquier cosa. Aún les contaba la noticia cuando Christina, de tanto en tanto, estudiaba la situación, dudando si revelar o no que pronto serían abuelos.

—Todavía me cuesta creer que mi niña esté aquí, a mi lado —dijo su padre con orgullo y añoranza, posando un brazo sobre los hombros de Christina. Estaban sentados en la sala de estar, y Carlos tenía a sus dos hijos a cada lado.

—Opino igual que papá —comentó su hermano Edward—. Aunque no me trajiste nada… solo a este gato con aires de aristócrata.

—¡No seas ingrato, Edward! —lo reprendió Elizabeth, su madre, mientras dejaba una bandeja de tequeños sobre la mesa, con una salsa en el centro que despedía un aroma exquisito a ajo y especias—. Lo importante es que estamos juntos de nuevo, Christina.

Elizabeth tomó asiento frente a su esposo e hijos.

—Fue un viaje improvisado —confesó la castaña, tomando uno de los tequeños. En cuanto su paladar reconoció el sazón de su madre, soltó un suspiro de puro deleite. Gerard podía cocinar con elegancia y técnica, tener estudios y hasta un sombrero de chef, pero nada —nada— como la comida casera de mamá.

—Christina, hija… ¿aún no nos cuentas cuánto tiempo te quedarás aquí?

—Mujer, no empieces —replicó Carlos, ceñudo. La idea de que su hija volviera a irse no le hacía ninguna gracia—. ¡No lleva ni un día aquí y ya quieres que se vaya!

—No exageres, hijo —intervino la abuela María, que hasta entonces había estado en silencio, observando con ojos de halcón—. Eliza tiene razón. Nuestra Christina ya no es una niña. Mírala: no es la misma que se fue hace unos años. Ahora es toda una mujer de mundo.

La disputa familiar la tenía un poco mareada. Lo mejor era hablar con la verdad.

—Saben… ya que están tan interesados en saber si me quedo o si vuelvo a Francia… alégrate, papá, porque me quedaré aquí. Y no solo eso: tengo algo más que contarles…

Calló al oír que tocaban la puerta principal. La abuela María se puso de pie al instante.

—Seguro son los chismosos del barrio —dijo, ajustándose el chal con dramatismo—. Como te vieron llegar, ahora vienen a fisgonear sobre Chris…

Las rejas volvieron a sonar. Esta vez, la mujer salió y, al abrir la puerta, sus ojos se abrieron como platos.

—¡Ay, pero qué hombre tan bello! —exclamó, reconociendo al galante rubio tras las rejas—. ¿Se le ofrece algo? ¿Anda perdido?

Doña María estaba mayor y un poco olvidadiza, pero esos ojos azules… ¡imposible pasarlos por alto! Y sus comentarios fuera de lugar eran parte de su encanto.

—Buenas tardes —dijo el extranjero. Su español no era perfecto, pero se entendía—. ¿Esta es la casa de la familia Ávalos?

En cuestión de segundos, muy quitada de la pena, María abrió las puertas de par en par al europeo. Miró a los lados y vio a sus vecinos asomados sin el más mínimo pudor, pendientes del recién llegado.

—Señora…

—Ven conmigo.

Sin dilación ni remordimiento, tomó la mano del rubio desprevenido y lo arrastró al interior de la casa. Él intentaba hablar, pero ella lo ignoró por completo hasta que llegaron al salón.

—¡¿Qué haces aquí?! —exclamó Christina, poniéndose de pie y abriendo los ojos castaños a su máxima expresión.

—No podía esperarte —dijo Gerard, volviendo a su idioma natal—. ¿Esperabas que me quedara sentado, como un buen perro obediente, mientras la mujer que me hizo cruzar un continente entero estaba aquí, posiblemente con intención de quedarse? Claro que no.

Christina miró a sus padres, a su hermano y a su abuela. Esta última lucía una sonrisa extraña… demasiado extraña. Solo sabía una cosa: esa cabeza no traía nada bueno.

—Te dije que me contactaría en cuanto estuviera lista, Gerard. ¿Te costaba tanto esperar? ¡Te dije que te llamaría!

—¿Y eso cuándo será, Christina? —preguntó él con ironía—. ¿Cuando tu embarazo se note? ¿O cuando des a luz?

—¡¿Embarazada?! —exclamó su padre, con la voz temblorosa—. ¡¿Cómo es la cosa?!

Ella palideció y fulminó a Gerard con la mirada. *¿Por qué tuvo que decir eso… en español?*

—Gerard… —dijo con voz peligrosamente calmada—, ¿viniste por tu cuenta… o te mandaron?

—Christina, te hice una pregunta, niña…

—Carlos —interrumpió Elizabeth, tomando a su esposo del brazo—, lo mejor es que demos espacio y privacidad a nuestra hija y a su… pareja.

—¡Pero, Eliza!

—Vamos, Carlos —insistió ella, arrastrándolo con la fuerza de una madre que ha criado tres hijos—. Ustedes también, vengan conmigo.

Elizabeth se los llevó a todos, antes de que la mirada asesina de Carlos perforara el cráneo de Gerard.

Una vez solos, Christina se cruzó de brazos y miró al francés con cara de pocos amigos.

—Muy bien, Gerard. Ya estás aquí y estamos solos. Hablemos, pues —dijo con un dejo de molestia.

—Debes volver conmigo, Christina…

—No lo haré —replicó ella con altivez—. Si por eso estás aquí, has perdido tu tiempo.

—No puedes hacer esto.

—No te escucho, Gerard —dijo, mirándose las uñas como si fueran el espectáculo más fascinante del mundo.

—No tendrás a ese hijo sola, Christina. Eso es lo primero que quería decirte: tú y él —o ella— tendrán todo…

—¡Para tu tren, Gerard! —lo cortó ella, ignorando su expresión desconcertada—. No necesito nada de ti. De hecho, olvídate de nuestro acuerdo. Eres libre.

—¿Libre?

—Sí, Gerard. ¿En serio pensabas que, por ser latina, iba a andar como perrito faldero detrás de ti? ¿Crees que me conformaré con un hombre arrogante que reprime sus sentimientos? Las cosas han cambiado. Quizá lo hubiera aguantado un tiempo, pero mi hijo no va a mendigar el amor de nadie… y mucho menos del suyo.

Las venas de Gerard se marcaron en su frente como una telaraña. Se sentía expuesto, tenso. Sus manos comenzaron a juguetear entre sí y su mandíbula se endureció, mientras sus ojos azules se dilataban.




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