Conquistando Al Francés

CAPITULO 26 EL ANUNCIO.

Sintiendo su mundo desmoronarse lentamente, tomó una larga bocanada de aire, tratando de reponerse del amargo momento que acababa de vivir. Ahora se encontraba confusa. Las cosas no habían salido como imaginó. Era una tonta sin remedio. ¿Qué iba a hacer ahora? No deseaba irse con Gerard si eso significaba enfrentar a una suegra que claramente no la quería… pero lo amaba a él. Así que debía tomar una decisión.

—Todo va a estar bien, mi niña. No estás sola —dijo Elizabeth, apretando a su hija en un cálido abrazo. Su esposo se acercó con cara ceñuda, dispuesto a sacarle las palabras a la fuerza, pero fue detenido al instante por una mirada amenazante de su esposa—. Así que vas a ser mamá, Chris… ¡qué hermosa sorpresa! —agregó, acariciando su cabello.

Christina alzó la mirada y se encontró con un par de lágrimas rodando por las mejillas de su madre.

—¿De verdad estás feliz? —preguntó en un hilo de voz, temiendo que a sus padres no les agradara la noticia de su embarazo.

—Tu madre tiene razón —interrumpió Carlos, entrando en el momento madre e hija—. Un hijo siempre es una bendición, venga en el momento que venga. No es Francia, Christina, pero aquí nada le faltará a este bebé.

Con esas palabras, Carlos se sumó al abrazo de su esposa e hija.

—Gracias, papá… gracias, mamá —susurró, acurrucada entre ellos. Aquel gesto le dio fortaleza y le hizo creer que podía con esto… y con mucho más.

—Lo mejor es que te des un baño y descanses, princesa —sugirió Elizabeth, deshaciendo el emotivo abrazo.

Una vez que la castaña escogió algo para cambiarse, se dirigió al baño, dejando a sus padres solos.

—Ese sujeto no me agrada, Eliza —dijo Carlos, frunciendo el ceño—. Ese rubio con actitud de superioridad no me da buena espina.

—¡Ay, hijo, habla por ti! —interrumpió la abuela María, saliendo de la cocina con una sonrisa pícara—. Ese muchacho me parece muy guapo y elegante. Mi Christina salió igualita a su abuela en cuanto a gustos —parloteó, rememorando sus años dorados con un brillo en los ojos.

—¡Qué va! Estoy de acuerdo con papá —dijo Edward, cruzándose de brazos—. Ese forastero presumido no me cayó bien. A metros se le nota que es un fresa de nariz respingada.

Elizabeth compartió una mirada cómplice con su suegra. Ambas soltaron una risa.

—¡Caramba con ustedes, par de celosos! —exclamó Elizabeth, soltando una carcajada—. Miren, par de envidiosos: yo que ustedes me iría acostumbrando a ver más seguido a ese muchacho. Como ya se habrán dado cuenta, Christina está embarazada… y el bebé es de ese “nariz respingada” que tan mala espina les da.

Sin más, las dos mujeres se marcharon de la estancia, dejando a padre e hijo con expresión de pocos amigos. El más joven de los Ávalos se dejó caer en la cama que Chris iba a ocupar, como si ya reclamara su territorio.

•••

Gerard llegó frustrado al alojamiento. Christina definitivamente tenía un récord mundial sacándolo de sus casillas.
*¿Qué quería esa mujer?*
Pensó, ofuscado, tirando las llaves del auto sobre la mesa de centro. Se dejó caer en el sofá, apoyó los codos en las rodillas y se frotó el rostro con desesperación, enrojeciendo ligeramente la piel.

—Lo mejor es irme. Si ella quiere quedarse aquí, está bien…

Calló al darse cuenta de lo absurdo que sonaba. Aunque ya no sabía qué hacer con Christina: simplemente no cedía a nada. Nunca una mujer le había dado tanta batalla como ese duendecillo obstinado.

—Gerard… ¿en qué pensabas cuando creíste que Christina aceptaría, de buenas a primeras, volver? —se reprendió en voz alta—. Lo peor es que le he dicho la verdad. Ahora sabe que es mi punto débil.

Y lo realmente complicado no era convencerla. Lo difícil era esta nueva realidad. Su vida tenía un ritmo estricto y acelerado, sin espacio para imprevistos. Su prioridad era hacer crecer su marca y expandirla hasta construir su imperio gastronómico.

Enderezó la espalda, pensando qué hacer…
Y, como era costumbre, el grotesco sonido de su teléfono interrumpió su meditación. Al ver el nombre en la pantalla, arqueó una ceja, sorprendido. Esa persona casi nunca lo llamaba.

—¿Aló? —respondió con fastidio.

—No es esa una manera muy cortés de saludar a tu hermano mayor…

—No estoy para tus juegos ahora, Sebastián. Si no tienes nada importante que decir, dejaremos la llamada para otro momento —replicó en francés, alejando el aparato de su oreja.

—Espera, Gerard, espera —dijo Sebastián, recuperando su seriedad habitual—. ¿Qué ocurre, hermano? Estás más arisco de lo normal. Pensé que convivir con aquella chica te dulcificaría un poco. ¿Cómo era su nombre…? ¿María? ¿Sarah?

—Christina —corrigió Gerard, con un tono que rozaba lo hostil—. Su nombre es *Christina*.

—Ah, sí… ella —confirmó Sebastián—. Bueno, Andrew me dijo que estabas fuera del país. Solo quería saber si estarás en el cumpleaños de nuestra madre. Ya sabes cómo se pone si no vamos.

Gerard había olvidado algo tan importante. El cumpleaños de Amanda Dumont era un evento sagrado en la familia: ella adoraba las celebraciones, y su onomástico era prácticamente una ceremonia de Estado.

—No podré ir. Estoy… teniendo una situación en este momento —dijo, esperando que su hermano no insistiera.

—Sabes cómo es Amanda, Gerard —replicó Sebastián, impaciente—. ¿Dónde demonios estás, para empezar?

—En otro país.

—¿Qué país?

—Venezuela —soltó Gerard, blanqueando los ojos. Sabía que venía un interrogatorio—. Lo siento, Sebastián, pero estoy realmente ocupado. Trataré de llegar a tiempo al cumpleaños de mamá… pero no prometo nada.

Y, sin darle chance a réplica, cortó la llamada.

Por un instante sintió la tentación de contarle la verdad a su hermano. Pero, tras pensarlo, decidió callar. Las razones eran varias: a diferencia de Gabriel, su hermano del medio, Sebastián —el mayor— compartía su mentalidad pragmática y ambiciosa. Y Gerard, por ahora, prefería guardar en secreto su paternidad.




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