Sus hijos se habían marchado ya de la casa. Antoine tenía emociones encontradas: alegría, ansias, ilusión… y, por último, tristeza y decepción. La reacción de Amanda ante la noticia de la paternidad de Gerard lo había dejado perplejo. Su hijo era un buen hombre, aunque frío, distante y cerrado. Cuando conoció a aquella muchacha extrovertida y alegre, le pareció increíble que ella y Gerard fueran pareja. Pero, con el tiempo, al ver que Christina seguía a su lado, su esperanza de un cambio en el más joven de sus hijos se volvió posible.
Ladeó la mirada y se encontró con Amanda, quien acababa de salir del baño envuelta en una bata de dormir color marfil. Peinaba con delicadeza su corto y lacio cabello dorado.
—Antoine… —llamó, tomando asiento al otro lado de la cama. Quería preguntarle algo, pero dudaba de su reacción.
—Tu hermana es una imprudente —comentó Amanda, dejando el peine sobre el buró y fijando sus ojos verdes en él—. Lo que hizo Daphne fue una falta de respeto.
—Yo creo que la única que estuvo fuera de lugar fuiste tú, Amanda —replicó Antoine, encarándola, molesto por su actitud egoísta.
—¿Entonces la que estuvo mal fui yo? —espetó, ofendida—. ¿La que hizo mal fui yo? ¡Si lo único que quise fue proteger el dolor de Sebastián por su pérdida!
—Sebastián es sensato, Amanda. Nuestro hijo podrá volver a ser padre —dijo Antoine, levantándose de la cama. Esa noche no dormiría a su lado—. A ti no te alegra la noticia porque Christina no te cae bien. Desde que esa muchacha puso un pie en esta casa, solo le has hecho desaires tras desaires.
—Tú ves lo que yo veo…
—Yo veo a una mujer de buenos sentimientos. Veo a alguien que, al hablar de Gerard, hace brillar sus ojos. Veo a una mujer trabajadora y tierna que ha sacado a nuestro hijo, poco a poco, de su mundo de frialdad.
—Yo veo a una mujercita oportunista.
Antoine rio con desgano y negó con la cabeza. Definitivamente, su esposa no cambiaba ni con el paso de los años.
—Lo que realmente te molesta, Amanda, es que esa chica sea la madre de tu nieto. Acostúmbrate, mujer: Christina no solo será la madre de nuestro primer nieto, sino que estará atada a esta familia… y ese bebé que viene en camino será el heredero de la fortuna Dumont.
Sin decir más, salió de la habitación, dejándola sola. Solo pedía a Dios que intercediera en ese corazón duro y soberbio. Amaba a su esposa: cuando la conoció, madre de sus hijos, fue amor a primera vista. Ella era una joven elegante, a la que sus padres le obligaban a conocer en eventos sociales. Pero una noche la vio perdida entre los viñedos… y todo comenzó.
•••
El maullido de Oliver la despertó. Abrió los ojos con parsimonia, bostezó y se levantó de la cama. No tenía ganas de pensar: su cabeza ya rebosaba de pensamientos.
Lo dicho por Gerard aún lo estaba procesando. Era demasiado en muy poco tiempo. Esa confesión… definitivamente no la vio venir. Esperaba de todo menos que él le dijera que se había enamorado. Y, aunque se sentía mal por cómo lo había juzgado, una cosa era clara: ella nunca había sido una oportunista.
Abrió su clóset. Su madre, siempre dulce, amable y atenta, ya había desempacado y ordenado toda su ropa. Tomó una falda verde musgo y una blusa blanca con pequeñas flores bordadas, y las dejó sobre la cama. Podía estar hecha un lío y con la cabeza en la luna… pero *antes muerta que sencilla*.
Rio al recordar a la mujer del árabe en el restaurante de Saint-Tropez. Romina era su nombre. Aquella mujer le había enseñado una lección valiosa: siempre debía estar impecable, incluso en los peores momentos.
Luego de ducharse, se miró en el espejo, satisfecha con su atuendo. Ya no estaba en París, pero el estilo parisino seguía intacto. Al bajar las escaleras, escuchó voces. En cuanto su tacón tocó el suelo, frunció el ceño al oír su nombre en la escandalosa voz de su prima paterna.
—¡Chris, ven aquí! —gritó una mujer de largo y lacio cabello negro.
—Hola, Génesis —respondió Christina con una sonrisa falsa, acercándose con paso lento.
La pelinegra la atrapó en un abrazo empalagoso y comenzó a zarandearla de un lado a otro, enumerando cuánto la había extrañado.
—También te extrañé —musitó Chris, tratando de zafarse—. Has cambiado mucho, Génesis. Estás muy guapa —y era cierto: la chica frente a ella estaba de muy buen ver. Operada, sí… pero bonita.
—¡Ay, si solo fueron unos retoques, Chris! —respondió con falsa modestia—. Ya sabes, David me tiene muy consentida. Fue él quien insistió en las cirugías. Tú también estás linda… un poco delgada, pero linda. Quizá por eso te regresaste. Vivir en Europa no es fácil, al menos ya estás aquí con mis tíos.
Christina arqueó una ceja ante el comentario incoherente de su nada brillante prima.
—Sí, querida… David Tecamac. Aunque, al parecer, no lo suficiente para aceptarte tal cual eres… por eso te mandó a hacer “latonería y pintura”.
—Chris, tus tíos te quieren ver —interrumpió Elizabeth, salvándola de sus mordaces comentarios—. Anda, hija, no los hagas esperar. Yo me quedo con Génesis. Vamos, sobrina, ayúdame con el aderezo de la ensalada.
Christina miró cómo su madre arrastraba a su prima —ardida por dar su “humilde opinión”—. En su defensa, Génesis se lo buscaba. Con una sonrisa de satisfacción, salió al patio trasero, donde encontró a familiares que no veía desde hacía años… unos más queridos que otros, por supuesto.
Llegó al área de la parrilla —el lugar favorito de su padre—. Los recuerdos la invadieron al verlo concentrado en su faena, riendo con sus tíos.
—¿Será que algún día te veré así? —pensó en voz alta. Acto seguido, negó con la cabeza y esbozó una sonrisa—. *Definitivamente estás delirando, Christina.*
—¡Christina! —exclamó su padre al verla—. ¡Celebrando tu regreso, Chris!
—Papá, sabes que no era necesario —dijo, besándole la mejilla—. Además, yo quería invitarlos a comer…