Conquistando Al Francés

CAPITULO 28 JAQUE.

El silencio se prolongó. Christina no decía ni hacía nada: solo comía, ignorando el mundo a su alrededor.

—Bajita… —replicó la castaña, haciendo un puchero—. Además, si sigues burlándote de mi estatura, te va a perseguir el karma, Gerard. Y tendrás un hijo pequeño… por hacer mofa de mí.

Aquello se estaba volviendo un tanto incómodo.

—¿Sigues ahí, duendecillo glotón? —arguyó el rubio con sarcasmo, ganándose una mirada fulminante de la chica frente a él.

—No soy *tan* bajita…

Posó ambos codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y miró a Christina con una sonrisa de labios cerrados. Ella no notaba que sus intentos por sonar amenazante eran todo lo contrario. Estaba equivocada: él no se burlaba de su estatura. Ese apodo de “duendecillo” no era despectivo; al contrario, le parecía preciosa tal como era.

Aunque no podía negar que esa latina tenía una facilidad enorme para sacarlo de sus casillas. Siempre había sido una persona con control, imperturbable… pero desde que ella llegó, toda esa calma se fue al traste, revelando un lado de sí mismo que ni siquiera sabía que existía.

—Correré el riesgo, duendecillo —dijo, suavizando el tono. La verdad era que el silencio ya no le resultaba incómodo. La expresión de Christina, con la cuchara en la boca, era digna de una fotografía. Quería preguntarle si ya tenía una decisión… Le había dicho que le daría tiempo, pero el tiempo pasaba… y él se consumía esperando—. Chris, sé que te dije que te daría tiempo…

—Lo sé —respondió ella, en voz baja—. Sé que quieres una respuesta… y yo quiero dártela, Gerard. Pero aún es pronto. —No era una decisión fácil, y la confesión de Gerard no la hacía más sencilla. Su corazón estaba dividido; su mente, llena de escenarios contradictorios: unos brillantes, otros sombríos—. No he tomado una decisión, Gerard —confesó, bajando la mirada.

—Entiendo —se limitó a decir él, sin ocultar del todo su decepción—. No te preocupes…

—Sé que debes viajar a Estados Unidos —dijo Christina, sorprendiéndolo—. Hablé con John. Intercambiamos números en el paseo en yate en Saint-Tropez, y me escribió para felicitarte por el trato que firmaste contigo.

—¿Cómo…?

—Lo sé porque John me lo contó. Supe que el trato fue un éxito.

Gerard no tenía idea de que ella y su socio seguían en contacto. No era algo malo —sabía que Chris y John habían hecho buenas migas—, pero aquella cercanía no le daba buena espina. No era un hombre inseguro… pero, francamente, no le gustaba.

—Ustedes dos se llevan mejor de lo que imaginé.

Notó al instante el cambio en el ambiente. Incluso el tono de voz de Gerard se había vuelto más tenso.

—Solo nos caímos bien en Saint-Tropez…

—Sí, en tu “escape”, donde prácticamente me dejaste solo…

—No te dejé, Gerard —lo corrigió Christina, molesta—. Además, te dije dónde estuve.

—Está bien —dijo él, conteniendo los celos que amenazaban con desbordarse. No podía permitirse mostrar esa debilidad. Ya se había expuesto demasiado—. ¿Aún no decides qué hacer?

Christina abrió la boca para responder… pero nada salió. Solo negó con un movimiento de cabeza.

—Entiendo —musitó Gerard, decepcionado.

—Prometo darte una respuesta, Gerard. Aunque no sé cuándo… —Tomó su bolso, sacó unos billetes y los dejó sobre la mesa—. Ya debo irme.

—Yo te llevo —se adelantó él, poniéndose de pie.

—No es necesario. Estoy cerca de casa… y quiero caminar.

—No. No te dejaré ir sola, Christina —dictaminó el rubio, firme en su decisión.

La castaña rio y le tomó del brazo. Notó que, a su alrededor, eran el centro de atención. Todo ese tiempo habían estado hablando en francés… y, aunque odiara admitirlo, aquel tonto pero guapo francés llamaba mucho la atención.

—Vamos.

—Vamos, *Gerardo* —dijo ella, soltando una risita burlona.

Gerard rodó los ojos. Ese no era su nombre… y nunca entendió por qué insistía en llamarlo así.

—No me llames así —reprochó, mosqueado.

—Tú me llamas *duendecillo*… y yo te llamaré *Gerardo* —replicó Christina, con la sonrisa aún estampada en sus labios.

•••

—¿Es linda, entonces?

John asintió. Había visto muchas mujeres, unas más hermosas que otras… pero la más linda la conoció en París. Irónicamente, no era francesa.

—¿Es una mujer que no está disponible, John? —preguntó Esther, moviendo su alfil blanco en diagonal.

El juego estaba terminado. Esther tenía una buena estrategia… pero no suficiente. El rey negro capturó a la reina blanca, poniendo a su contrincante en jaque.

—Tiene una relación —confesó John, colocando su reina junto a su rey—. No veo un compromiso real. Él no le da el valor que merece… y…

—Pero si está con alguien, eso no lo puedes ignorar —recalcó Esther, moviendo otra pieza para retomar el juego.

—En el amor y en la guerra, todo se vale. Y así como puse en jaque al rey blanco tomando su reina… puedo intentar algo con Christina.

Esther negó, esbozando una sonrisa. Su amigo era demasiado terco. Hacía años que no lo veía así de interesado en una mujer. Lo que no le gustaba era que esa chica ya estaba comprometida… y con su nuevo socio. Solo esperaba que John no se quemara jugando con fuego.

Se levantó de su asiento. Seguir jugando era una pérdida de tiempo: John no solo era brillante en los negocios, también era un apasionado del ajedrez. Ganarle era casi imposible.

—¿Te rindes, querida? —dijo él con picardía—. Si me lo pides, podría dejarte ganar.

Esther se dio la vuelta y clavó sus ojos miel en su socio y mejor amigo.

—¿Me dejarías ganar, Stone? —lo retó, con el mismo tono suspicaz.

—Eres mi mejor amiga. Claro… solo a ti te permitiría hacerme jaque mate.

—Dejaremos la partida para otro momento —dijo ella, caminando hacia la puerta—. Ya debo irme. Helena tiene un recital de ballet… y el imbécil de Owen ni siquiera recuerda que tiene una hija que lo necesita en momentos así.




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