Luego del interrogatorio y el enorme sermón de su padre, Christina entró agotada a su habitación. Se tiró en la cama con pesadez, lentamente, y bajó las manos a su vientre aún plano.
—¿Qué haré? —murmuró, mirando girar el ventilador del techo—. Aún es muy pronto… pero debo tomar una decisión.
Estaba dividida. Su corazón nunca había estado en tantas encrucijadas.
—Chris… —llamó Elizabeth, tras tocar suavemente la puerta un par de veces—. ¿Hija, puedo pasar? —musitó desde el pasillo.
Christina se incorporó un poco, apoyándose en los codos. Sabía a qué venía su madre. No quería tener esa conversación… pero también sabía que, tarde o temprano, llegaría. Mejor ahora que después. Con un suspiro resignado, volvió a recostarse.
—Pasa —respondió en automático, dándole permiso.
Elizabeth abrió la puerta y la cerró tras de sí. Muchas cosas habían pasado en poco tiempo. Al principio, había creído que el regreso de su hija era por nostalgia… o porque las cosas en Europa no iban bien. Pero al ver a aquel hombre a su lado, descartó esa idea. Y luego estaba el embarazo. Todo era más complejo de lo que parecía.
—¿Qué quieres, mamá? —preguntó Christina, sacándola de sus cavilaciones.
Elizabeth caminó hasta la cama y se sentó en el borde, apoyando la espalda contra la cabecera.
—Quiero muchas cosas, Chris… —Guardó silencio un instante, acariciando el cabello castaño y ondulado de su primogénita—. Pero hay una cosa que sí quiero: que me digas qué está ocurriendo en tu vida. ¿Quién es ese muchacho que vino contigo?
Christina suspiró, cansada. Era su madre… y sabía que tarde o temprano haría preguntas. Preguntas que, aunque no quisiera, debía responder. 
Se incorporó un poco hasta mirarla.
—Es complicado, mami…
—No me digas —respondió Elizabeth con una risa sarcástica—. Ese hombre se ve genuinamente preocupado por ti, hija.
Christina rodó los ojos. Su madre siempre decía “notar esas cosas”. No entendía cómo lo hacía… o siquiera si era verdad ese don tan peculiar que creía poseer. Pero no podía negar que Gerard, en más de una ocasión, se había mostrado genuinamente preocupado por ella. Después de su confesión, muchas piezas encajaban. Y ella también había visto, en sus ojos, una honestidad que no podía fingirse.
—¿Eres bruja, madre? —rió Christina, apoyando la cabeza en el regazo de Elizabeth, quien comenzó a acariciar su cabello.
Amaba esas caricias maternas. Hacía tanto que no las sentía… Había estado mucho tiempo fuera de casa, y ahora que estaba de vuelta, volvía a recordar el efecto relajante de esos mimos que su madre llamaba, con cariño, “piojitos”.
—¿Eres bruja, mamá? —repitió, disfrutando del momento.
Elizabeth soltó una risa cantarina.
—¿Qué dices, muchachita loca?
—Es que pareces bruja… Todo lo sabes. O si no lo intuyes.
Negó con una sonrisa de labios cerrados.
—No soy bruja, no soy adivina… Solo soy tu madre. Y cuando ese francesito —o francesita— esté entre tus brazos, entenderás a qué me refiero.
—Seguramente estás aquí por lo que hice hoy —dijo Christina, intentando desviar el tema—. Sé que fui un poco mal educada con papá… y quizás me pasé un poco con Génesis, pero…
—Eso lo hablaremos en otro momento, Chris —la interrumpió Elizabeth con suavidad—. Lo importante es que tú estés bien. Te noté extraña al llegar…
—No…
—No interrumpas, aún no termino —la riñó con ternura—. Este periodo es de vital importancia para ti y tu bebé, hija. Debes cuidarte. Prométeme que lo harás.
—Sí, no te preocupes… Te lo prometo.
Elizabeth besó su frente con ternura y se levantó. Era suficiente. No quería saturar más a su hija. Era obvio que la castaña tenía la cabeza llena… pero lo importante era que no estaría sola.
—Ya es tarde, señorita. Mañana seguimos hablando.
—Sí, claro… Hasta mañana.
Su madre salió. Christina recordó la conversación con Gerard en la cafetería. Su mente era un desastre. Por ahora, solo quería dormir. Ya mañana pensaría de nuevo.
•••
Un par de semanas habían pasado. 
Su paciencia se agotaba. 
Y aquella mujer no daba señales de humo. 
No podía seguir esperando más la decisión de aquel duendecillo caprichoso.
—Dios… no puedo esperarla más…
Guardó silencio al ver la pantalla de su laptop. Al abrir el correo, sus ojos azules se abrieron como platos. Era su padre, felicitándolo porque “pronto sería padre”.
—¿Qué narices es esto? —murmuró, incrédulo. 
Él aún no había dicho nada a su familia. Solo lo sabía… 
Cerró la laptop de golpe y la apartó. Eso no podía estar pasando. 
Tomó el teléfono. No era difícil adivinar quién había soltado la noticia.
Caminaba de un lado a otro, esperando impaciente que la otra persona respondiera.
—¡Habías tardado…!
—¿Por qué le dijiste a mi padre, Daphne? —replicó Gerard, sin dejar que su tía terminara.
—Lo siento, solo fue un impulso, Gerard. Ya sabes cómo es tu madre y…
—¡Espera, espera, Daphne! —la interrumpió, alarmado—. ¿Mi madre también lo sabe?
—De verdad lo siento —se excusó Daphne, aunque con una risa apenas contenida—. Fue hace días, en el aniversario de Gabriel…
—Tía Daphne… —gruñó Gerard, molesto—. Teníamos un trato.
—Lo siento —dijo la doctora, esta vez sin disimular la carcajada. La verdad era que no se arrepentía en absoluto. La cara de Amanda al enterarse de que pronto sería abuela… no tenía precio—. Ya a lo hecho, pecho, querido sobrino. Tus padres y hermanos saben que vas a ser papá.
Daphne rió al recordar el momento.
—Sé que dije que no diría nada… pero no me arrepiento. Gerard, tu padre está feliz con la noticia. Especialmente después de…
—No menciones a aquella mujer —la cortó Gerard, tajante. No tenía interés en revivir su pasado.
—Tienes razón, cariño —dijo Daphne, animada—. Ahora todo es diferente. Tienes a una chica preciosa, dulce y que te quiere muchísimo a tu lado. Se ve a leguas lo mucho que te adora.