La pregunta de Gerard retumbó en su cabeza. ¿Qué demonios estaba haciendo ahí? Quería dar una respuesta, pero lo cierto era que no había nada que decir ni hacer.
—¿Por qué? —fue lo único que salió de sus labios.
—Yo me hago la misma pregunta, Christina. ¿Por qué? —Era cierto: ni en sus sueños más extravagantes había contemplado fijarse en alguien como ella. La razón, a este punto, lo había abandonado… y lo peor era que ya no le importaba.
Volvió a tomarla, esta vez de las mejillas, que estaban tibias y notoriamente sonrojadas. Lentamente, hizo suyos por segunda ocasión sus labios. Ella intentó alejarse, pero él se lo impidió, apoyando sus frentes una contra la otra.
—Ne partez pas —pidió, con un nudo en la garganta.
—Sabes que no debí venir, Gerard —dijo ella, deseando girar sobre sus tobillos y marcharse por donde había entrado—. No me pidas que no me vaya, por favor…
Un tercer beso llegó, haciendo estragos en Christina. Luchar contra él ya no tenía sentido. Enredó los brazos al cuello del rubio y se dejó llevar por aquellos labios que tanto había anhelado. De un momento a otro, sus pies dejaron de tocar el suelo.
—¿Esto no puede pasar? —murmuró cuando su espalda tocó el sofá—. Gerard, sabes que esto no está bien. Lo mejor es que me vaya… y ni siquiera sé qué hago aquí.
—Sí lo sabes —replicó, poniendo un dedo sobre sus tersos labios, rosados como el pétalo de una rosa—. Viniste aquí porque así debía ser.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Lo estoy. Y ya, duendecillo terco —respondió con una sonrisa engreída—. Tu lugar está conmigo, Christina. Y el mío, si tú así lo permites, está contigo… y con ese pequeño —bajó la mano al vientre aún plano de la latina— o pequeña que viene en camino.
No podía creer que ese fuera el frío y apático francés que conoció hace tiempo. Llevó la mano izquierda a su cabeza y acarició su lacio cabello dorado. Verlo hablar así, tan cerca de su vientre, la hacía imaginar cómo serían las cosas en un futuro.
Pero entonces recordó la confesión de Gerard… y todo lo que pensó de ella al principio. ¿Cómo podía funcionar algo entre ellos si desde el primer día todo había empezado mal, envuelto en mentiras? Ni siquiera recordaba con claridad la noche que estuvieron juntos, y eso le dolía. Su cabeza se llenó de sombras, y la alegría de minutos atrás se disolvió en el aire.
Se incorporó un poco, empujando suavemente a un confundido Gerard, que la miró con desconcierto.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Ya me voy —dijo, intentando ponerse de pie. Pero él se lo impidió, tomándola de la mano.
—No hagas esto más complicado, Gerard. Sabes que lo mejor es que me vaya.
—¿Lo mejor para quién, Christina? —preguntó en tono serio, poniéndose de pie y encarándola.
—Lo mejor para ti —respondió, evitando el escrutinio de esos ojos azules, fríos como el mar. No quería doblarse ni llorar como una tonta. Ya no era la misma de antes. Se había prometido ser fuerte… por ese bebé que venía en camino, que merecía su mejor versión—. Solo déjame ir.
¿Dejarla ir? Eso era lo último que quería. ¿Cómo se atrevía a pedírselo? Esa mujer se había metido demasiado en su vida. ¿Cómo era posible que ese duendecillo aún no lo entendiera?
La alzó en brazos. Ella intentó soltarse, pero eso solo hizo que Gerard afianzara su agarre. La castaña enredó las piernas en sus caderas, escondiendo el rostro en el hueco entre su cuello y su hombro. Su respiración agitada y cálida le confirmaba lo nerviosa que estaba.
Llegó a la habitación. Afortunadamente, la puerta estaba abierta. No sabía si aquello era lo correcto… y, en ese momento, tampoco le importaba. Lo único que quería era que estuviera bien y que entendiera cuánto le importaba. Con delicadeza, la dejó sobre la cama.
—Aquella noche en Saint-Tropez… yo la recuerdo, Christina —dijo, besando su frente, luego sus labios, y por último repartiendo pequeños besos por su cuello, erizándole la piel al instante—. La recuerdo muy bien. Y aunque te dije que era un trato en el que ambos ganaríamos, yo terminé perdiendo. Y sabes algo… nunca se había sentido tan bien perder algo en la vida.
Su corazón martillaba, palpitando a mil. Sentía que en cualquier momento escaparía de su pecho. Gerard no era un hombre romántico, ni demostrativo. El mito de que los franceses eran románticos no aplicaba con su iceberg francés.
—Yo solo tengo pequeños flashes de lo que pasó esa noche —confesó Christina, con vergüenza, en un hilo de voz, mientras se dejaba llevar por el camino de sensaciones que aquel francés trazaba sin intención de detenerse.
Las caricias subían de intensidad. La ropa se volvió un estorbo. Lo primero en desaparecer fue la blusa celeste de la castaña. Ella lo miró con pudor e intentó cubrirse cuando su pecho quedó al descubierto.
—Hoy traes el pudor que aquella noche en Saint-Tropez el champán te arrebató, duendecillo —susurró Gerard a su oído, dejándola más colorada que una manzana.
—Eres un tonto —refutó, haciendo un puchero que la hacía ver más tierna que enojada.
—Y tú no eres muy buena intentando verte seria, señorita —dijo el rubio, volviendo a tomar su boca en un beso más pasional que los anteriores.
Se quitó la camisa para estar en igualdad de condiciones. Lo único que quería era que se sintiera segura a su lado. Quería mostrarle que esta vez sería diferente a aquella noche nublada en Saint-Tropez. Que eso era pasado. Que lo único que importaba era ella.
Llegó al monte de sus pechos y rozó su tersa piel. Ella soltó un suspiro, hundiendo los dedos en sus rubios mechones.
—¿Estás nerviosa? —preguntó, mirándola a los ojos. Ya sabía la respuesta, claro que lo estaba. Solo quería oírlo de sus labios.
—No es nada —dijo ella, esforzándose por ocultar sus emociones. Pero sus gestos la delataban.
—Christina… —Subió hasta su rostro, besó su nariz y luego sus labios—. No tienes que mentirme, duendecillo. Anda, dime… ¿qué ocurre?