Lo decía una y otra vez, como si al repetirlo más veces pudiera asegurarte que era real. Como si mi voz pudiera quedarte grabada en el pecho. Lo gritaba en mi mente incluso cuando ya no estabas, cuando la distancia era más fuerte que cualquier promesa.
Porque este… este fue el acto de amor que más dolió, pero también el más sincero. Dejarte ir. Soltarte. Entender que amarte no siempre significa quedarme. Que a veces amar es correrse, aunque eso signifique romperse.
A estas alturas, no había otra forma. Era el acto de amor más noble que podía hacer por vos: dejar de aferrarme a mi propia felicidad para que vos pudieras encontrar la tuya. Partir mi alma en fragmentos y hacer que algunos se queden con vos, para siempre. Para que te acompañen en los días buenos, en las canciones que nos unían, en los silencios donde yo ya no esté.
Elegí sufrir, no porque me gusté, sino porque entendí que alguien tenía que ser fuerte. Que, si uno de los dos debía arder por dentro, que fuera yo. Para que vos pudieras ser libre. Para que no tengas que cargar con mi dolor. Para que puedas vivir en paz.
Y, aun así, te juro que no hay un día en que no te piense. Que no te sienta. Que no me duela.
Pero el amor, el de verdad, a veces también sabe decir adiós con lágrimas en los ojos y una mano temblorosa que se abre.
Te amé con todo. Te amo con lo que queda.
Con todo lo que fui,
yo.