Había pasado apenas un mes, pero el tiempo ya no lo contaba en semanas, sino en mensajes, miradas, encuentros robados.
Volvimos.
Como quien regresa a una canción que ya se sabe de memoria, aunque le duela cada nota.
Esa tarde me escapé otra vez para verlo.
No era la primera vez, pero cada encuentro parecía una despedida disfrazada de rutina. Caminamos sin hablar mucho. Él siempre tenía esa forma de estar sin decir, y yo tenía tantas cosas que no sabía cómo decirle.
Nos sentamos en la banqueta, lejos de la escuela, lejos de todo.
Yo miraba al cielo para no mirar sus ojos porque sabía que si lo hacía, no iba a poder soltarle la mano. Él se acercó y, como si supiera que me iba a quebrar, me acarició el cabello como solía hacerlo antes de que todo se rompiera.
—¿Te acuerdas de "Labios rotos"? —me preguntó de repente.
Asentí sin decir nada. Claro que me acordaba. La había puesto en replay mil veces, como si la canción supiera explicarme lo que yo no podía.
Él empezó a tararearla bajito, y en ese momento todo se detuvo.
El aire.
Mi miedo.
El mundo.
Por un instante, no existía nada más que ese momento.
Su voz bajita.
Mi cabeza en su hombro.
Ese silencio que hablaba más que cualquier disculpa.
Pero también estaba el otro lado de todo eso:
Mi ansiedad de no saber si mañana lo volvería a ver.
Mi necesidad de detener el tiempo, sabiendo que no podía.
Él me miró, y por un segundo creí que iba a decirme algo importante.
Algo como "perdón" o "aquí me quedo".
Pero solo sonrió, esa sonrisa suya, media torcida, medio triste.
Y entendí.
Hay personas que se quedan... pero a ratos.
Y hay amores que no terminan, solo aprenden a doler más bajito.