Consecuencias de la lucidez

Consecuencias de la lucidez

Quisiera que el canto de las luciérnagas fuera tan suave como la madera recién pulida, pero sus palabras no me ayudan. Por imperceptible que parezca su aleteo, solo aviva la tormenta que se ha desatado a mí alrededor. Y por eso no pienso salir de este departamento.

Ahora puedo sentir, cosas. Cosas que antes no podía percibir. Es como si toda mi vida hubiera estado dormitando, sin poder abrir bien los ojos, saltando de sueño en sueño sin preocuparme de nada. Pero ahora, no. Pienso, reflexiono, y además veo. He despertado al fin, y contrario a lo que se podría creer, no es una experiencia agradable.

Llegué a este lugar en la tarde, después de pasar un mes entero buscando el sitio correcto para refugiarme. De la luna, las estrellas, los árboles, todo lo que está vivo, y todo lo que puede parecer vivo. Cada segundo de las diecisiete horas ha transcurrido como un año, un maldito año. ¿Acaso tendré que soportar esto hasta el día de mi muerte? ¿Será ese el momento en el que deje de percibir el mundo y su brusca naturaleza? Estoy cansado, pero no puedo dormir, y tampoco relajarme.

El nombre por el que todos me conocen es Nano, nano por mi corta capacidad de entender la sociedad, no por mi estatura. Nano por no hacer nada, nano por maldecirlo todo. Muchas veces he tratado de encontrarle sentido a levantarme todos los días, pero pronto me conformé con comer, dormir y ser mantenido por mi novia. Ella, no puede negarlo nadie, es pura y dulce como el rocío. Yo prefiero la lluvia, claro está, pero el rocío a la larga es más interesante. No está siempre, y  debes tener mucha suerte para encontrártelo así sin más. Además es agradable a la nariz y a los pies.

“¿Mañana quieres salir a caminar?”  Me preguntaba apenas me veía despierto.

“No, hoy y mañana son los días que tengo para concentrarme en acabar el poema diez”. Le respondía. Y era tan cierto como mentira.

“Muy bien, haré las compras en la tarde, ponte el abrigo que te compré para que no te resfríes otra vez.” Esa frase era nueva; le hice caso.

Malditos sean los sábados, pensé, y me pasé las manos por el rostro. Mi cabeza parecía un concierto dónde la batería opacaba los demás instrumentos, tenía que tomar agua. Encontré el vaso dónde lo había dejado la noche anterior, me lo llevé a los labios y lo vacié.

Desayunaría el pan con mantequilla y mermelada más tarde, primero prendería mi computadora, estiraría mis brazos y bostezaría sin vergüenza. Elvis y su grandiosa voz me acompañaría en mi travesía por el mar de letras. No, no era mar de letras, eso hacían los novelistas, yo era un poeta, yo iba a pescar salmones al río.

Mi libreta estaba vacía, un par de garabatos de lo que yo creía, eran perros, adornaban las dos primeras páginas, y después no había nada. La colección de láminas de celulosa comprimida no había sido en absoluto una buena inversión; cuando salía no la llevaba conmigo, y cuando la llevaba conmigo ni siquiera la abría. Eche la cabeza para atrás y la volví a dejar donde estaba, mi mirada la posé en la pantalla de mi computadora. Nueve poemas de doce estaban completos, ¿Por qué doce? Podría perfectamente haber hecho siete, o detenerme en el noveno, pero a pesar de que eran números igual de bellos que el doce, no compartían su complejidad. Para dos, para tres, para cuatro y para seis podía dividirse. ¿Qué mejor?

Apoyé mis dedos en el teclado y apreté los labios, negué con la cabeza y empecé a escribir el primer verso:

         “Oscuras son mis ojeras”

No, no me convencía del todo. ¿Qué significaba realmente que mis ojeras fueran oscuras? Los nueve poemas anteriores no los había escrito de aquella manera. Yo tenía una idea, esa idea pasaba por filtros, se daba un buen paseo por casi todos los rincones de mi cabeza, y luego salía de mis dedos a la pantalla, y precisamente, nada de esto estaba sucediendo en aquel instante. Esta nueva idea, la idea que iba a dar identidad y sentido a los versos del décimo poema era rebelde, cuanto menos. Había tocado la puerta de la realidad de manera tan brusca que había despertado a todo el vecindario de memorias para alborotarlas y luego incitarlas a que se movieran de lugar. Las que residían en los rincones más olvidados volvieron al frente más fresco, y las que solían disfrutar de días soleados se mudaron al lejano oeste.

En efecto, todo era un desastre con esta idea, y me disgustaba tanto como para querer maldecirla. Pero me contuve y no lo hice, y en su lugar sacudí la cabeza para intentar ahogar la revolución armada que se disputaba en mi consciencia. Y no lo logré, por supuesto; tenía tan poca esperanza en que el orden se reestableciera que al fin y al cabo nada sucedió, nada cambió.

Cerré los ojos y encaré la entidad de frente porque eso era lo que mi alma me indicaba, y para mi sorpresa estuvo dispuesta a negociar. Después de un par de horas de amena plática, llegamos a un acuerdo. Yo la dejaría manifestarse en la hoja en blanco con cambios mínimos, y ella me regalaría un paquete con lazo, que albergaría en su interior, conceptos y metáforas que podría usar en los próximos poemas.

Y así sucedió; tan pronto como terminé el último de los versos, cumpliendo con mi parte del trato, la idea me regaló dos de sus hijos y me aconsejó escribirlos tan pronto como fuera posible, porque si crecían o pasaban por demasiados filtros, se rebelarían y jamás quedarían bien representados en mi poemario. Si dejaba que se desarrollaran demasiado, romperían la tan delicada armonía que existía entre poema y poema, entre verso y verso, entre palabra y palabra. Lo desharían todo y luego no tendría jamás la oportunidad de remediarlo.

Empecé, sin pensarlo mucho, a darle forma al décimo primer cúmulo de versos, y mientras mis dedos golpeaban las teclas de la máquina que tenía al frente, las palabras iban entrelazándose para darle una forma tangible a lo que existía solo en el mundo de las ideas. Este trabajo contaba una historia muy simple: una tetera se rompía, de ella salía el té, e iba a parar al suelo. Luego el mayordomo se resbalaría y se rompería el brazo. Al final, en su vendaje descubriría una hoja de té y pediría que le preparen un poco de la bebida caliente. En medio de todas estas cosas que podrían expresarse de manera sencilla haciendo uso de la prosa, existían colores y ruidos tímidos que solo salían a tomar el sol si se los invitaba a existir en el verso. Su aspecto, y sobre todo, las sensaciones que producían, ya me eran familiares. Pero esta vez, cuando amarré el lazo que bautizaba al primer hijo de la idea rebelde, corrieron  libremente y resbalaron por todos los ángulos de la existencia. Me recorrió un escalofrío de pies a cabeza cuando me di cuenta de que tendría que hacer correcciones mínimas al texto, para que pudiera igualar, o incluso, superar la calidad de sus compañeros.



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En el texto hay: poemas, criaturas oscuras, misterio confucion

Editado: 26.01.2022

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