Consorte

Capitulo 2

El pesado roble de la puerta crujió al abrirse, revelando la estancia que una vez fue mi santuario. Mrs. Higgins, el ama de llaves, y Elara, mi dama de compañía, se hicieron a un lado con una reverencia, permitiéndome entrar primero. Mis ojos barreran la habitación, una mezcla agridulce de lo familiar y lo extraño. Era mi habitación, sí, la misma que había ocupado desde mi infancia hasta la muerte de mi padre, el Rey George III. Pero no era la misma. El aire estaba impregnado de un aroma a cera de abejas y lavanda, diferente al de las lilas frescas que mi padre insistía en que se colocaran cada mañana. Aun así, cada mueble, cada detalle, era un eco fantasmal de un tiempo que se había ido para no volver.

Mis dedos rozaron la seda de las cortinas, el mismo color azul zafiro que siempre me había gustado, combinando con el tapiz que colgaba sobre la chimenea, representando una escena de caza en los bosques de Valdoria. En el centro de la habitación, la imponente cama de dosel, con sus columnas talladas y su dosel bordado con el emblema real, me esperaba. Recuerdo las noches en que mi padre se sentaba en el borde de esa cama, leyendo historias de caballeros y dragones con su voz grave y tranquilizadora, o simplemente me escuchaba hablar de mis pequeños dramas infantiles con una paciencia infinita. Él nunca me trató como una niña tonta o frívola, siempre me escuchó con atención, como si mis palabras tuvieran el mismo peso que las de un consejero real.

Me acerqué al escritorio de caoba junto a la ventana, el lugar donde pasaba horas sumergida en libros. Mi padre, un rey culto y un hombre de letras, siempre fomentó mi sede de conocimiento.

— Una mente inquisitiva es la joya más preciada de una princesa, Monic—, solía decir, mientras me explicaba las complejidades de un mapa o la historia de un reino lejano. Me enseñó a leer a los tratados ya entender la política, no porque esperara que yo gobernara, sino porque creía que una princesa debía ser tan inteligente como hermosa. En ese escritorio, él me ayudó con mis lecciones de latín y me animó a escribir mis propias historias, siempre elogiando mi imaginación. Ahora, el escritorio estaba impecable, sin un solo pergamino o pluma, un lienzo en blanco para una vida que ya no me pertenece del todo.

Mis ojos se posaron en la estantería llena de volúmenes, muchos de ellos regalos suyos: tratados de filosofía, colecciones de poesía, novelas de aventuras. Saqué un ejemplar desgastado de "Las Crónicas de Eldoria", mi favorito. La cubierta de cuero suave y el ligero olor a papel envejecido me transportaron. Podía casi escuchar su risa resonando en la habitación mientras él dramatizaba la voz del héroe. Era un hombre incomparable, mi padre. Un rey justo, amado por su pueblo, que nunca dudó en escuchar las quejas del más humilde de sus súbditos. Y para mí, era simplemente el padre más amoroso que una hija podía desear. Su partida, hace tres años, no solo sumió a Valdoria en el luto, sino que desgarró mi mundo en pedazos. El palacio perdió su calidez, el reino perdió su faro, y yo perdí mi ancla.

Elara tosió discretamente, recordándome que no estaba sola en mis recuerdos. — Princesa, ¿necesita algo? ¿Quizás un té caliente?.

Negué con la cabeza, la garganta apretada. — No, gracias, Elara. Solo... un momento.

La señora Higgins, con su rostro arrugado de preocupación, se acercó a mí. — Es bueno tenerla de vuelta, su alteza real. Esta habitación siempre la ha extrañado.— Sus palabras eran sinceras y me recordaron que no todos en este palacio me veían como una carga o una pieza de ajedrez.

Mi mirada se detuvo en un pequeño caballo de madera tallada que descansaba sobre la mesita de noche, un regalo de mi padre en mi quinto cumpleaños. La pintura ya descolorida y las orejas ligeramente mordisqueadas eran testimonio de incontables horas de juego. Sentí una punzada de dolor, mezcla de tristeza y rabia. Este lugar que una vez fue el epicentro de mi felicidad ahora era mi prisión. Mi hermano, Jorge IV, el nuevo rey, y mi madre, la Reina Viuda, me habían arrastrado de mi hogar en el campo, una pequeña propiedad que mi padre me había legado, de vuelta a estas paredes, con un único y detestable propósito: conseguir un marido. La "temporada de la caza real", como la había apodado amargamente en mi mente. La idea me revolvía el estómago. Yo no quería un esposo; Yo quería mi libertad, mi vida tranquila, mi duelo.

Un suave golpe en la puerta interrumpió mis cavilaciones. La señora Higgins se apresuró a abrir. Era Elizabeth Roshed, la nueva reina, la esposa de George. Entró en la habitación con una sonrisa cálida, su vestido de seda de un vibrante color esmeralda contrastando con la penumbra de mis pensamientos. Era, sin duda, una mujer hermosa, con ojos grandes y vivaces y una melena rubia que caía en cascada sobre sus hombros.

— Monic, me preguntaba si ya te habías instalado—, dijo con una voz suave y melodiosa. Su tono era genuino, o al menos lo parecía.

Me enderecé, forzando una sonrisa cortés. — Sí, Su Majestad. Todo está en perfecto orden, gracias. Mrs. Higgins y Elara han sido de gran ayuda—. Me esforcé por mantener la distancia, por no mostrar la tormenta de emociones que se agitaba dentro de mí. Ella era la reina, la esposa de mi hermano, la mujer que ocupaba el lugar de mi madre en el trono, y la razón indirecta por la que yo estaba aquí, obligada a participar en una farsa de cortejo.

Elizabeth se acercó un paso, su sonrisa no decayó. — Ah, por favor, Monic. Nada de 'Su Majestad' puedes llamarme Elizabeth.— Hizo un gesto con la mano, como si quisiera borrar la formalidad del aire. — Y me gustaría que fuéramos amigas. Eres la hermana de George, y ahora compartimos este hogar. Sería un placer para mí tenerte cerca.

La propuesta me tomó por sorpresa. ¿Amigas? La ironía era casi insoportable. Ella era la pieza central del nuevo orden, mientras yo era un estorbo que necesitaban acomodar. ¿Podría confiar en esa calidez, o era una táctica para suavizarme y hacerme más maleable a los planos de George y mi madre? ¿Sería parte de la estrategia para que aceptara el primer partido conveniente que se presentará? Mi padre me había enseñado la importancia de la diplomacia, pero también la de la cautela.




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