Los días se habían deslizado como las suaves corrientes del gran lago Aethel, llevándose consigo la rigidez de mi aislamiento y depositando en su lugar una creciente complicidad. Elizabeth, había sido el puente entre mi mundo de libros y el fastuoso, aunque a menudo sofocante, universo de la corte. Su presencia había sido un bálsamo inesperado, una ventana abierta en los pesados muros de mi existencia. En cuestión de semanas, habíamos forjado una conexión tan profunda que a veces sentía que ella me conocía mejor que mi propia madre o mi hermano. Y gracias a ella, me encontré, milagrosamente, lista para el primer baile de la temporada.
La tradición dictaba que la nueva reina ofrecía el primer gran baile, un evento al que toda la nobleza del reino estaba invitada. Era la ocasión perfecta para presentarse, para ser vista, juzgada y, en mi caso, exhibida. Prepararse para este tipo de evento era un ritual exhaustivo. Mis mañanas seguían siendo un desfile de lecciones: historia, lenguas, matemáticas, etiqueta y, por supuesto, el arte de la conversación ingeniosa, que me parecía la habilidad más hipócrita de todas. Pero ahora, las tardes estaban dominadas por los preparativos del baile. Había clases de baile con la maestra Petrova, y pruebas interminables de telas y joyas.
El día anterior al baile había sido especialmente agotador. Después de mi última lección de latín, que había agradecido como un breve respiro intelectual, la modista real, Madame Dubois, había llegado. Su séquito de costureras y asistentes había invadido mis aposentos, transformándolos en un torbellino de sedas, encajes y alfileres. Mi vestido, un diseño en un tono azul medianoche, salpicado de diminutas perlas que simulaban estrellas, era una obra de arte. Elizabeth, igualmente, había estado deslumbrante en su prueba, con un vestido de brocado dorado que acentuaba su puerta regio. Nos habíamos reído mientras Madame Dubois nos ajustaba y pinchaba, compartiendo un whisky escocés que Elizabeth había "confiscado" de las bodegas reales. Parecía una escena sacada de una obra de teatro, pero debajo de la ligereza, sentía el peso de lo que el mañana significaba.
Cuando finalmente me vi libre de las garras de la modista, busqué refugio lejos del bullicio de los pasillos del palacio. Me dirigí al jardín, mi santuario personal, justo cuando el sol comenzaba su lento descenso. La luz dorada se derramaba sobre los tejados de pizarra del palacio, y el aire fresco y dulce de Valdoria era un alivio para mis sentidos. Me senté en un banco de piedra fría, la vista extendiéndose hacia el horizonte. Detallé el verde esmeralda del bosque que rodeaba el castillo, sus copas de árboles bailando suavemente con la brisa vespertina, las sombras alargándose como dedos misteriosos. El color del cielo, un degradado de naranja, rosa y púrpura, me recordaba a un lienzo inacabado, vasto y lleno de promesas que sentía que nunca podría alcanzar.
Me perdí en la contemplación, deseando fervientemente poder fundirme con la naturaleza, desaparecer entre los árboles y vagar libremente por los senderos desconocidos. La belleza del mundo exterior me llamaba, una melodía silenciosa que mi corazón anhelaba comprender.
Fue entonces cuando sentí una presencia a mi lado. El ligero crujido de la grava anunció su llegada antes de que Elizabeth se sentara, su vestido de casa susurrando suavemente. No dijo nada al principio, simplemente se unió a mí en el silencio, observando el mismo atardecer. Esa era una de las cosas que más apreciaba de ella: no siempre exigía palabras.
Finalmente, su voz rompió el encanto, suave pero cargada de lo que sabía que era una misión.
— Monic— , comenzó, su mirada aún fija en el horizonte, — George, desea que todo salga a la perfección con tu presentación en sociedad. Insistió en que no haya el más mínimo inconveniente.
Un suspiro largo y profundo escapó de mis labios, uno que había estado conteniendo durante días, quizás incluso años. El suspiro de una prisionera que ve la puerta de su celda pintada de oro. — Por supuesto, George, siempre preocupado por las apariencias. — , dije, mi voz teñida de amargura. — ¿Por qué mi hermano y mi madre no pueden entender?— Me giré para mirarla, mis ojos buscando en los suyos la comprensión que tan desesperadamente necesitaba. — ¿Por qué no entienden que yo quiero más de lo que esta sociedad y esta corte estipulan para mí? No quiero ser la esposa de nadie, ni la propiedad de nadie. No soy una pieza en su tablero de ajedrez dinástico, ni un adorno para sus salones.— Mi voz se elevó ligeramente, la frustración acumulada estallando. — Quiero estudiar, Elizabeth. Quiero leer todos los libros de la biblioteca del palacio, y luego los de las bibliotecas de otros reinos. Quiero aprender sobre las estrellas, sobre las hierbas del bosque, sobre las lenguas antiguas y los descubrimientos más recientes. Quiero conocer el mundo, más allá de los muros de Valdoria. Quiero ver los mercados de Venecia, las ruinas de Roma, las pirámides de Egipto. Quiero sentir la arena del desierto bajo mis pies y el rocío de un bosque remoto en mi piel.
Elizabeth me escuchó con paciencia, sin interrumpir, su expresión una mezcla de tristeza y comprensión. Cuando terminó, con el aliento agitado por la pasión de mis palabras, ella finalmente habló, su voz un murmullo melancólico. — Monic, querida, sé que es injusto, pero tristemente, la sociedad no entendería que una mujer, y mucho menos una princesa, tuviese esas aspiraciones. Ven con el peso de la tradición, de la expectativa. Una princesa debe ser una joya, un símbolo de pureza y estabilidad, una pieza que asegura alianzas, no una erudita aventurera.
Mis ojos se posaron de nuevo en el bosque, imaginando senderos que nunca me permitirían recorrer. — Mi padre sí lo entendía—, dije, mi voz ahora más suave, cargada de una nostalgia dolorosa. — El ... él me animaba. Me traía libros de sus viajes, hablaba conmigo de geografía y filosofía. Me prometió que me permitiría estudiar en la universidad de Eldoria, que viajaríamos juntos. Él me prometió la libertad, Elizabeth. Pero murió demasiado pronto. Murió antes de poder cumplir esa promesa. Murió antes de que pudiera ser libre.