Consorte

Capitulo 6

El reflejo que me devolvía el espejo era de una extraña. Una figura etérea, casi fantasmal, pero opulenta hasta la asfixia. El vestido azul medianoche, una cascada de seda y adornos que debía ser majestuoso, se sentía como una jaula de terciopelo que me robaba el aliento. Cada perla, cada diamante de las joyas que colgaban de mi cuello y orejas, pesaba como una pérdida sobre mi piel. Mi cabello, meticulosamente recogido en un peinado tan elaborado que desafiaba la gravedad, era una corona que no me pertenecía. No era yo. En absoluto.

Mis manos temblaban mientras rozaba la fría superficie del cristal. Mis ojos, agrandados por los nervios, no reconocían a la princesa que se preparaba para su presentación. Era una hermosa marioneta, vestida para el espectáculo más importante de Valdoria. Un espectáculo que no había escapado.

El eco de mis propias palabras resonaba en mi mente: «no puedes fallarles» . George, mi hermano, Su Majestad el Rey, esperaba. Pero más aún, Elizabeth. Mi dulce y firme cuñada, que había transformado semanas de tediosas lecciones en una especie de danza, una conexión inesperada. Ella había creído en mí, se había esforzado en pulir cada uno de mis gestos, cada curva de mi sonrisa. No podía defraudarla, no después de todas sus esperanzas depositadas en esta noche. La idea de ver una sombra de decepción en sus ojos era más aterradora que el propio baile.

Una suave carraspera me sacó de mi trance. Elara, mi dama de compañía, me ofrecía una sonrisa tranquilizadora, aunque sus propios ojos brillaban con la emoción del momento. Estiró su mano, y la tomé, su piel cálida un ancla en la tormenta que se agitaba dentro de mí. — Es hora, Alteza —, susurró con la voz cargada de solemnidad. La continuación fuera de mis aposentos, cada paso era un compás hacia el destino ineludible.

El camino hacia el Gran Salón era un túnel de expectativa. Podía sentir el murmullo de la multitud a través de las pesadas puertas de roble, una bestia invisible esperando ser alimentada. Al llegar, nos detuvimos un instante. El mayordomo, con su voz resonante que podía despertar a los muertos, anunció: — ¡Sus Majestades, el Rey George de Valdoria y la Reina Elizabeth de Valdoria!"

Las puertas se abrieron con un chirrido solemne. El salón se estalló en un silencio reverencial mientras George y Elizabeth descendían por la majestuosa escalera central. Él, imponente y guapo en su uniforme de gala; ella, radiante en un vestido esmeralda que complementaba perfectamente su cabello rubio, su mano elegantemente apoyada en el brazo de George. Cada invitado, desde los nobles más encopetados hasta los diplomáticos extranjeros, se inclinaba en una ola de respeto y admiración. Se veían tan seguros, tan perfectos.

Y luego, mi turno.

— ¡Su Alteza Real, la Princesa Mónica de Valdoria!.

El nombre sonó como un trueno, y el silencio que siguió fue tanto más ensordecedor. Las luces de los candelabros del techo de espejos parpadearon, y todas las miradas se clavaron en mí. Una avalancha de rostros, de ojos curiosos y expectantes. El mundo entero me miraba.

Inhalé profundamente, tratando de tragar el nudo que se había formado en mi garganta. Mis piernas se sentían como gelatina, la alfombra de terciopelo bajo mis pies se transformó en un abismo traicionero. Tenía que descender, tenía que sonreír, tenía que ser la princesa. Hice un esfuerzo supremo, concentrando cada fibra de mi ser en no tropezar, en no caer de bruces, en no vomitar el poco aire que había logrado atrapar en mis pulmones. Un paso. Otro. Un infierno, escalón a escalón, bajo el peso de mil ojos.

El estruendo amable y constante del Gran Salón de Valdoria se alzaba como una marea, una mezcla de risas, murmullos y el tintineo de copas de cristal, todo ello envuelto por el dulce lamento de los violines y el ritmo profundo de los violonchelos. Estábamos estratégicamente posicionados, como piezas inamovibles en un tablero de ajedrez, mi hermano, mi cuñada Elizabeth, y yo. Nuestro propósito era simple y tedioso: recibir. Cada reverencia, cada saludo, cada cumplido forzado era un eslabón más en la cadena de nuestras obligaciones reales. George, con su sonrisa afable y su puerta imponente, parecía nacido para ello. Elizabeth, a su lado, era la personificación de la gracia, sus ojos esmeralda brillando con una luz genuina mientras respondía a cada celebración.

Yo, sentía que cada fibra de mi ser se tensaba bajo la armadura de mi vestido de seda azul zafiro. Unas cuantas sonrisas mías eran, a mi parecer, demasiado amplias, otras demasiado breves. Intentaba imitar la facilidad de Elizabeth, pero mi paciencia se agotaba con cada cortesano que me hablaba de la última cosecha de uvas o de la delicadeza de mi broche. Anhelaba la soledad de mis aposentos, la compañía de un buen libro y la ausencia de expectativas sociales.

Finalmente, la marea de saludos se retiró lo suficiente como para permitir que George y Elizabeth se dirigieran a la pista de baile. El momento en que sus manos se unieron y sus cuerpos se movieron al ritmo de la música era siempre un espectáculo digno de ser presenciado. George, a pesar de su estatura, poseía una ligereza sorprendente. Pero eran los movimientos de Elizabeth los que captaban mi atención, y no solo la mía, sino la de todo el salón. Se deslizaba, no caminaba, por el pulido suelo de mármol, su vestido de un verde esmeralda profundo ondeando como algas marinas en una corriente invisible. La tela, adornada con intrincados bordados de oro, parecía haber sido tejida con la propia luz de las luciérnagas.

Sus ojos, del mismo tono intenso que su vestido y la piedra que adornaba su gargantilla, brillaban con una alegría y una concentración que hacían que su belleza fuera casi etérea. Observaba cómo su cabeza se inclinaba ligeramente, cómo la comisura de sus labios se curvaba en una sonrisa apenas perceptible mientras seguía cada paso de mi hermano, cómo su mano se posaba delicadamente en su hombro. No era solo la ejecución perfecta de los pasos; era la emoción que infundía en cada giro, la historia que contaba con cada movimiento. Era la elegancia hecha carne, pura y sin esfuerzo. Sentía una punzada de admiración tan fuerte que casi eclipsaba mi propio descontento.




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