Consorte

Capitulo 7

Cuando mi hermano se alejó, dejándonos de nuevo en nuestra burbuja de inesperada intimidad, mi garganta se había secado. Levanté la mirada hacia Alaric, cuya expresión seguía siendo tan serena y atenta como antes, ajena a la tormenta que bramaba dentro de mí. Los ojos de un color indefinible, entre miel y ámbar, se encontraron con los míos, y por un instante, me sentí desnuda.

—A eso se refería —dije, y mi voz sonó a la vez ahogada y demasiado aguda, como si el aire me faltara—. Con... su nuevo puesto. Mi hermano acaba de...

Me interrumpió con una sonrisa pequeña, casi imperceptible, pero cálida. Una sonrisa que no era de burla, sino de comprensión.

—Sí, princesa, soy un duque. Comprendo. Mi padre falleció hace apenas unas semanas y heredó el título y las responsabilidades. Es... reciente.

La vergüenza se atenuó un poco, cediendo el paso a una oleada de sincera tristeza. La noticia de la muerte de un padre, de la carga de un ducado recayendo sobre hombros tan jóvenes (tan jóvenes como los míos, pensé con una punzada de empatía), era algo que trascendía cualquier título o protocolo.

—Oh... —Murmuré, mi voz ahora más suave, más real—. Lo siento muchísimo. Mi más sentido pésame. Debe ser... una carga inmensa, y tan pronto.

La sonrisa de sus labios se desvaneció, reemplazada por una expresión de seriedad pensativa. Sus ojos encontraron los míos de nuevo, y en ellos vi una profundidad que no había notado antes, un eco de la misma tristeza que yo misma había experimentado con otras pérdidas.

—Gracias, princesa. Sus palabras significan mucho. Es... un cambio considerable.

El silencio que se cernió sobre nosotros no fue incómodo, sino solemne, cargado con el peso de la pérdida y la nueva responsabilidad. Pero luego, la vergüenza volvió, más potente si cabe. Había compartido mi alma con un desconocido, y ese desconocido era el Duque de Varrick, uno de los hombres más influyentes del reino. ¿Qué pensaría de mí? ¿Qué impresión le habría causado esta deslenguada princesa de Valdoria?

—Ahora me siento horriblemente avergonzada —confesé, bajando la mirada hacia mis manos, que jugueteaban nerviosamente con el dobladillo de mi vestido—. Le he hablado con una franqueza... que no correspondía en absoluto. Creí que era... que era solo un conocido de mi hermano, que quizás acababa de heredar una propiedad, pero no... un título tan importante. Mis disculpas, mi lord. Mi comportamiento ha sido impropio.

Esperaba una reprimenda, un ceño fruncido, quizás un suspiro paciente. En su lugar, escuché una risa suave, de esas que no son bulliciosas, sino que burbujean discretamente, como un arroyo entre guijarros. Levante la vista, sorprendida. Alaric me miró con una expresión que era a la vez gentil y divertida.

—Princesa Monic —dijo, y la calidez en su voz me envolvió como un manto—. No tiene por qué avergonzarse. Es más, le reitero mi agradecimiento. Su honestidad... es algo a lo que no estoy acostumbrado en absoluto. Normalmente, las conversaciones son un entramado de formalidades, velos y palabras no dichas. Su franqueza fue... un soplo de aire fresco. Y se lo agradezco sinceramente.

El calor de la vergüenza que me había invadido comenzó a disiparse, reemplazado por una sensación extraña, casi de alivio. ¿Realmente lo agradecía? ¿No me encontraba ridícula, inmadura o simplemente irrespetuosa? Sus palabras sonaban genuinas, desprovistas de cualquier rastro de sarcasmo o desdén.

—¿De...de verdad? —pregunté, sintiendo un rubor en mis mejillas que nada tenía que ver con la vergüenza.

—De verdad —confirmó, y su sonrisa se hizo un poco más amplia—. Ha sido el momento más... real de la noche. Y me agrada. Mucho.

Nos quedamos en silencio por un momento, observando el ir y venir de los invitados a nuestro alrededor. Otros nobles pasaban, con sus reverencias y sus sonrisas forzadas, sus conversaciones superficiales, sus danzas calculadas. Era un mundo de artificio que de repente se sentía aún más ajeno, más falso, en contraste con la intimidad que Alaric y yo habíamos construido en tan poco tiempo. La música seguía fluyendo, unas notas de un vals más lento que el anterior, un respiro antes de la siguiente explosión de energía.

—Eso me alivia, en realidad —admití, sintiendo una ligereza inesperada—. Odio las formalidades. Me siento como si tuviera que llevar una máscara, una que apenas me permite respirar.

—No me extraña —dijo él—. A veces siento que los salones de baile son como teatros, y todos somos actores interpretando un papel. Y la mayoría de las veces, el guion es terriblemente aburrido.

Ambos reímos, una risa compartida que se sintió aún más significativa después de la revelación de su título. La comodidad entre nosotros no solo no había desaparecido, sino que se había profundizado, anclada en una honestidad mutua y en la comprensión de las extrañas presiones de nuestros respectivos mundos. Hablamos un rato más, de cosas triviales esta vez, pero con la misma facilidad. De la calidad del vino, de la orquesta, incluso de la curiosa decoración floral del gran salón. Eran conversaciones ligeras, sin pretensiones, pero que fluían con una naturalidad que rara vez experimentaba con mis pares.

De pronto, la música cambió. La orquesta atacó con un vigor renovado, anunciando el comienzo de una nueva serie de bailes. El vals anterior había terminado y la pista, que se había vaciado un poco, comenzó a llenarse de nuevo. Parejas elegantemente vestidas se dirigieron hacia el centro del salón, sus rostros iluminados por la anticipación o por la resignación social, dependiendo de cada cual.

Alaric siguió mi mirada, luego se volvió hacia mí con una expresión de resignación cómica.

—Ah, la temida llamada a filas —bromeó, con una media sonrisa—. No la obligaré a pasar por tal calvario, princesa. Aunque, si soy sincero, bailar es de las cosas menos horribles de un baile de sociedad. Al menos, puede uno moverse y fingir que no está escuchando el último chisme sobre la dote de Lady Evine.




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