El silencio en el gran comedor era tan denso que casi se podía cortar con el cuchillo de plata que reposaba inmaculado junto a mi plato. Los tenedores apenas rozaban la porcelana fina, y el único sonido audible era el murmullo distante de los sirvientes en otras alas del castillo, una banda sonora habitual que hoy sonaba extrañamente intrusiva. Me aferraba a mi taza de té, sintiendo el calor reconfortante a través de la fina loza, mientras mis ojos se posaban, de forma intermitente y furtiva, en mi hermano y Elizabeth.
Ambos se mantenían tan callados como yo. George, con su habitual semblante serio, parecía absorto en los papeles que le habían acercado ya durante el desayuno: un nuevo rollo de pergamino que seguramente contendría alguna misiva urgente de un ducado vecino o un informe sobre la cosecha del trigo. Su concentración era absoluta, un muro inquebrantable que me impedía incluso intentar una conversación trivial. Elizabeth, a su lado, a pesar de la delicadeza con la que llevaba la taza a sus labios, proyectaba una quietud que no era la suya habitual. Su mirada, por lo general chispeante y llena de una curiosidad contagiosa que a menudo compartíamos, estaba fija en algún punto invisible más allá de los ventanales que daban a los jardines reales, como si su mente estuviera a millas de leguas de Valdoria.
No necesité adivinar la razón de su alejamiento, ni la quietud inusual que la envolvía. La conversación que habíamos tenido el día anterior, tan llena de la pasión de mis propios deseos y, quizás, de una brusquedad que ahora me avergonzaba profundamente, flotaba entre nosotras como una niebla fría e irrespirable. Me sentí terrible. Un nudo de culpa se apretaba en mi pecho con cada sorbo de té que forzaba a bajar por mi garganta. Sabía que me había comportado mal, impulsiva y sin consideración. Elizabeth, desde el día en que su carruaje había cruzado los portones de Valdoria para desposarse con George, había sido un faro de luz en mi vida, una hermana que nunca tuve y que, sin embargo, se había convertido en mi más fiel confidente y en el pilar de mi incipiente independencia.
Recordaba sus palabras, sus consejos, su infinita paciencia ante mis quejas y mis aspiraciones, a menudo consideradas "poco apropiadas" para una princesa. Me había ayudado en todo, desde las trivialidades de la etiqueta cortesana —que siempre odié— hasta las luchas más profundas por encontrar mi propia voz en un mundo que parecía determinado a silenciarla ya encadenarme a un destino preescrito. Y lo más importante, me había permitido una libertad que siempre se me había negado, una ventana abierta a un mundo de ideas y posibilidades que George, en su afán de protegerme, o quizás de encorsetarme en el papel de la princesa perfecta, nunca me habría permitido explorar. Mi gratitud hacia ella era inmensa, y aun así, ayer la había traicionado con mi egoísmo.
El sonido de la silla de George al ser apartada con un leve rasguño en el suelo de mármol me sacó de mi ensimismamiento y de mi autoflagelación. Se puso de pie, su expresión inmutable, pero sus ojos, tan distintos a los míos, brillaban con una determinación férrea. — Debo irme—, anunció, su voz resonando con la autoridad y el cansancio que le otorgaba su corona. Elizabeth ascendió, su rostro todavía velado por una sombra que no era la suya. Se levantó con él, sus movimientos fluidos y silenciosos como siempre, y le dedicó una reverencia impecable, la cabeza baja, sus cabellos rubios cayendo como una cascada de oro pálido sobre sus hombros. La vi alejarse, su silueta esbelta perdiéndose por el corredor que llevaba al ala de los asuntos de estado, el destino de cualquier monarca.
Solo entonces, cuando George hubo desaparecido del umbral, Elizabeth se volvió hacia mí. Sus ojos se encontraron con los míos por primera vez esa mañana, y por un instante, me pareció ver un atisbo de tristeza en ellos antes de que una sonrisa forzada, casi un reflejo, se extendiera por sus labios. — Monic—, dijo, su voz suave pero firme, no exenta de una ligera tensión, — es momento de tu clase de literatura.
El alivio me invadió al escuchar su voz, aunque fuera para recordarme mis obligaciones y la rutina que tanto anhelaba. Al menos seguía hablándome, eso significaba que no me había retirado el habla por completo. Me levanté de inmediato, dejando la taza a medio apurar, mis movimientos más rápidos de lo habitual, y la seguí al salón de estudio. Era una de mis habitaciones favoritas en el castillo, inundada de luz natural que se filtraba a través de los grandes ventanales, y flanqueada por estantes repletas de volúmenes empastados en cuero, sus lomos prometiendo historias y conocimientos infinitos. El aire estaba impregnado con el dulce olor a pergamino antiguo y cera de abeja de los muebles pulidos, un aroma que solía calmarme.
Nos sentamos en nuestros sillones habituales, uno frente al otro, con una pequeña mesa de caoba entre nosotros donde descansaban los libros abiertos y las plumas de ganso. Hoy tocaba a Ovidio, y Elizabeth, con su habitual elocuencia, comenzó a leer un pasaje de las Metamorfosis, su voz melódica llenando el espacio con la triste historia de Dafne y Apolo. Intenté concentrarme en las palabras, en la mitología de los dioses y las transformaciones, pero mi mente divagaba constantemente. Cada vez que alzaba la vista, me encontraba con su perfil, la forma en que sus cejas se fruncían ligeramente al concentración, el leve brillo en sus ojos esmeralda.
La tensión seguía allí, palpable, diferente a la que habíamos compartido durante el desayuno. Ahora era una tensión más sutil, como un hilo invisible tirando entre nosotras, un eco silencioso de mis palabras hirientes. Me sentí incapaz de asimilar una sola palabra del poeta romano. La culpa me carcomía. ¿Cómo podía haber sido tan ciega a su impacto en mí? ¿Cómo podía haber sido tan egoísta después de todo lo que me había ofrecido?
No pude soportarlo más. El sonido de mi propia voz interrumpiendo su lectura me sobresaltó tanto como a ella. — Elizabeth—, mis palabras salieron en un susurro apenas audible, forzadas por la urgencia de mi arrepentimiento, — lo siento.