El Veneno de la Burbuja
La champaña De Villiers, en las copas de cristal de la alta sociedad parisina, es más que una bebida; es un brindis a las promesas vacías y las mentiras azucaradas. Es el sonido efervescente de la fortuna. Pero aquí, en Épernay, donde las hileras de viñedos se pierden en el horizonte, no es la quintaesencia del lujo. Es el veneno que nos consume, gota a gota, año tras año.
Yo, Estelle Vallois, nací con el olor dulzón de la uva fermentada en el aire, pero aprendí a sentir en ese aroma la podredumbre de la opresión. Para los turistas, la región de Champaña es un paisaje de ensueño, un mar verde salpicado de casas de piedra noble. Para nosotros, los vignerons, es la prisión fragante de la servidumbre.
Mi hogar era Cramant, un pequeño pueblo en la Côte des Blancs, donde las casas de los trabajadores se apiñaban bajo la sombra pétrea de las bodegas De Villiers. Estos muros inmensos no solo almacenaban millones de botellas, sino que también sostenían el trono de Arnold De Villiers, nuestro autoproclamado rey del corcho y el cristal.
Crecimos en esa sombra, mi hermano Raphael y yo. Nuestra infancia no estuvo marcada por juegos en el campo, sino por la disciplina despiadada de la cosecha. Los viñedos no eran un paisaje idílico, sino un campo de trabajo duro donde cada racimo que cosechábamos era vigilado por los ojos avaros del amo. Aprendimos que el pan se ganaba con la espalda rota, y que cualquier migaja obtenida era una concesión, nunca un derecho.
Mi padre, Gérard Vallois, era el mejor bodeguero de la región. No solo tenía manos curtidas y la fuerza para mover quintales, sino también ese don casi místico de entender la tierra; sabía cuándo la vid sufría, y cómo sanarla para que el jugo fuera perfecto. Era invaluable. Pero para Arnold De Villiers, nada era invaluable, solo desechable.
Mi padre murió hace cinco años. No fue la vejez ni una enfermedad que lo redimiera. Murió aplastado. No por el destino ciego, sino por la mezquindad calculada.
Ocurrió en las infames galerías subterráneas de De Villiers, un laberinto frío y húmedo que se hundía cien metros bajo tierra, donde la oscuridad era tan densa que se podía saborear la caliza. Arnold, en su afán por añadir otro centavo a sus ya obscenas ganancias, había ignorado sistemáticamente las reparaciones y las mínimas medidas de seguridad. Prefería que sus trabajadores arriesgaran la vida antes que invertir en una viga de soporte nueva.
Una tarde de noviembre, una viga de madera podrida en la sección antigua de la bodega cedió sin previo aviso. Mi padre estaba allí, apilando miles de botellas en una zona inestable. Se fue con ella, enterrado bajo el peso de un derrumbe que fue un acto terrorista económico, no un accidente laboral. Murió bajo el peso de la avaricia que De Villiers destilaba con la misma precisión que su primer mosto.
El duelo fue un fuego purificador. Raphael se convirtió en la llama más visible, su rabia un incendio que prometía consumir todo a su paso. Su dolor era físico, un rugido impulsivo que me preocupaba.
Pero mi dolor fue diferente.
En mí, la pena no se convirtió en calor; se transformó en una helada, cristalina resolución. La rabia no me volvió temeraria; al contrario, me volvió metódica. Mientras Raphael golpeaba el aire, yo tomaba notas. Observé cómo De Villiers evadía la justicia, cómo pagaba a los funcionarios y cómo el peso de un hombre muerto se convertía en una simple línea de contabilidad eliminada.
En ese momento, hice una promesa silenciosa a la tierra que mi padre tanto amó: desmantelaría el imperio De Villiers desde sus cimientos, pero sin derramamiento de sangre innecesario. No más vidas desperdiciadas por la codicia de un solo hombre.
Poco después, me uní a Los Vignerons. Al principio, era poco más que un grupo de murmullos y descontento en tabernas clandestinas. Pero pronto, con Raphael al frente y yo trabajando en la sombra, se convirtió en una fuerza organizada.
Raphael es la espada: impulsivo, pasional y dispuesto a alzar la voz—o el puño—ante la injusticia. Es el rostro valiente que motiva a los demás, la voz de la conciencia de Cramant.
Yo, sin embargo, soy el estratega. Soy el cerebro calculador.
Desde mi discreto lugar, he movido piezas, he tejido redes de información que llegan hasta la cocina de Arnold De Villiers, he documentado cada abuso, cada irregularidad financiera, cada laguna moral.
Me he convertido en un fantasma en el ajedrez contra De Villiers, moviendo peones sin revelar mi mano. Mi corazón late el ritmo lento y dolido de la hija de un trabajador, pero mi mente opera con la precisión fría del enemigo que juro destruir. Conozco la estructura del imperio. Y sé exactamente dónde está la viga podrida que, una vez empujada, desatará el derrumbe final. La podredumbre ya está allí; solo necesito el momento perfecto para exponerla al mundo. Y ese momento se acerca.
Mi puesto dentro de Los Vignerons no era un trono, sino una mesa de pino vieja, tan curtida y marcada como las manos de los campesinos que representábamos. Estaba oculta en el corazón palpitante del sótano de la taberna "Le Tonnelier", un santuario clandestino que olía a mosto añejo, a tierra húmeda y, sobre todo, a esperanza prohibida. El aire era una manta pesada de humedad, tan densa que parecía sofocar la misma idea de la libertad, y las telarañas colgaban de las vigas como fragmentos deshilachados de promesas olvidadas, un testimonio silencioso del tiempo que se había estancado en este rincón del mundo. Sin embargo, la miseria de nuestro entorno no mermaba nuestra determinación; al contrario, cada grieta en la madera, cada soplo gélido del aire subterráneo, la alimentaba. Era un recordatorio constante de lo que luchábamos por cambiar.
Frente a mí, desplegado con una reverencia casi ceremonial, yacía un mapa de Épernay, desgastado por innumerables consultas, sus bordes deshilachados como los nervios de los hombres que lo estudiaban. Estaba salpicado de chinchetas, cada una de un color distinto, marcando con macabra precisión las propiedades de De Villiers: sus viñedos, sus bodegas, sus mansiones ostentosas. Cada cabeza de alfiler era un punto débil en la armadura del imperio que había estrangulado la región de Champagne durante casi dos décadas, drenando su vitalidad, oprimiendo a su gente. Esa noche, mi pluma no trazaba poemas ni cartas de amor, sino los contornos de la próxima manifestación, una protesta pacífica ante la Prefectura, diseñada para exigir algo tan fundamental como mejoras en las condiciones de seguridad en las bodegas. La justicia debía ser nuestra arma, no la violencia. La violencia era el arma de De Villiers, una herramienta brutal que aborrecíamos y a la que nunca nos rebajaríamos.