Conspiracion espumosa

Capitulo 2

El Peso de la Cuvée

Alphonse

El telegrama no llegó, irrumpió. Fue un golpe seco, certero, que destrozó la fina capa de distanciamiento que yo había construido entre las brumosas calles de Londres y la sofocante opulencia de la Champaña. Londres, mi santuario durante tres años, había sido un exilio autoimpuesto, un respiro donde el aire olía a tinta antigua y a pergamino apilado en la London School of Economics, en lugar de a mosto dulce y tierra de viñedos humedecida.

Había trazado mi futuro con la precisión de un mapa de valores, convencido de que mi verdadero destino residía en los códigos legales y en los fríos mercados financieros, lejos de las bodegas cavernosas y las sombras imponentes que proyectaba mi padre.

La nota mecanografiada era brutalmente concisa, despojada de cualquier adorno emocional:

Arnold De Villiers ha fallecido. Regresa de inmediato.

Las palabras, tan escasas, poseían un peso específico monumental. No era solo la constatación de una muerte, sino el anuncio resonante de una coronación indeseada. Mi padre ha muerto. Y con esa simple frase, el tapiz académico que había tejido en Inglaterra se deshizo, dejando al descubierto la cruda tela de mi herencia.

El viaje de regreso fue una penitencia. Una niebla densa de trenes y ferris, cada golpe rítmico de rueda ferroviaria acercándome más a esa jaula dorada que llamábamos hogar De Villiers. Arnold De Villiers. El hombre que me había dado la vida y el nombre, el titán de la industria del champagne, el hombre que siempre fue más un concepto—una institución inamovible, una voluntad de hierro—que un padre cariñoso, ya no existía. Y con su partida, el peso de su imperio, de su obsesión por la excelencia, había caído directamente sobre mis hombros, cortando mi falsa libertad como guillotina.

Nuestra familia nunca fue un remanso de paz, sino una colección de satélites orbitando una estrella fría y brillante. Primero, la pérdida de mi madre hace cinco años nos había dejado a la deriva. Ella era la gracia de la casa, la única que poseía el instinto y la diplomacia para templar el acero implacable de Arnold. Sin ella, el vacío se hizo tangible, una ausencia ruidosa que mi padre intentó llenar con más trabajo y más exigencia.

Luego, estaba Alexandre. Mi hermano mayor, el primogénito, poseía el encanto superficial de un libertino con una inclinación desastrosa por los casinos parisinos y las compañías cuestionables. No era apto para dirigir ni un carro de heno, y mucho menos las propiedades De Villiers. Su interés por el negocio era nulo, salvo por la cantidad de dinero que generaba para financiar sus excesos. Mi padre lo sabía. Por eso la presión siempre recayó sobre mí, el segundo hijo, forzándome a devorar volúmenes de derecho y economía, preparándome para un trono que yo nunca pedí.

Mi ancla, mi verdadera consejera, es Agnès, mi hermana pequeña. Es brillante, perspicaz y tiene una mente tan aguzada para los negocios como la de nuestro padre, pero con una dosis crucial de humanidad y visión de futuro que a él le faltaba. Agnès es mi mano derecha no oficial, la única en la que confío instintivamente. Sé que su sensatez y su visión serán vitales para navegar la tormenta legal y emocional que se avecina.

Finalmente, está Normand, mi primo materno. Él era, y sigue siendo, la vértebra dorsal de los viñedos, el capataz que conoce cada cepa, cada secreto de los terruños, cada metro cuadrado de las bodegas mejor que nadie. Fue la sombra leal de mi padre, su estricto confidente en el día a día. Sé que ha sido la roca silenciosa que ha mantenido el imperio a flote mientras yo rehuía mis responsabilidades en el extranjero. Normand me recibirá con la tristeza contenida de quien ha perdido a un jefe respetado, pero su apoyo será eso: una roca sólida y fiable.

Al llegar a Épernay, la estación de tren me escupió a un aire espeso y familiar. Me golpeó de inmediato. Era el mismo aroma de siempre: tierra mojada, uva madura, la dulzura fermentada y esa inconfundible mineralidad que hace a nuestra Cuvée la mejor del mundo. Pero esta vez, había una nota distinta, algo más pesado y denso que la neblina invernal, como el silencio opresivo que precede o sigue a un trueno.

Mi regreso era el de un heredero que no estaba del todo listo para la corona, pero que no tenía alternativa. Mientras me dirigía a la Maison, envuelto en el luto no oficial, solo sabía una cosa: el funeral sería en tres días. Y cuando la pala arrojase la tierra final sobre el ataúd de Arnold De Villiers, yo me convertiría oficialmente en el hombre que controlaba el destino de miles, el nuevo pilar de esta burocracia aristocrática y vinícola. Y eso, lo sabía instintivamente, cambiaría mi vida, y mi alma, para siempre.

El carruaje se detuvo con un imperceptible chirrido, y La Maison De Villiers se alzó ante mí, una silueta formidable contra el cielo crepuscular. No era solo una casa, sino un mausoleo erigido a la férrea voluntad de mi padre, un testimonio de cada ambición y cada sacrificio. Su fachada de piedra gris, severa e inmutable, parecía absorver la poca luz que quedaba, proyectando una sombra helada que caló hasta mis huesos, a pesar del grueso abrigo de viaje. Un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío otoñal me recorrió la espalda. Este lugar era la encarnación de su legado, y ahora, de mi carga.

La portezuela se abrió antes de que pudiera moverme, y del umbral emergió Monsieur Dubois, el mayordomo. Era un hombre marchito por los años, su espalda curvada en un perpetuo arco de servidumbre, pero sus ojos azules, anidados bajo cejas canosas, brillaban con una calidez paternal que casi logró disolver el nudo en mi garganta. Había sido testigo de mi infancia, de mis rebeliones, y de mi partida.

—Señor Alphonse —dijo, su voz un murmullo que se deshacía en el aire frío, cargado de una nostalgia palpable—, es un gran pesar que su regreso se deba a estas circunstancias. Sea bienvenido a casa.




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