Constante de atracción

Capítulo 2

Capítulo 2: La paradoja de Fleming.

Olivia tenía una teoría: los mejores descubrimientos ocurren por accidente. Lo había leído en una biografía de Alexander Fleming cuando era niña, y desde entonces lo adoptó como un lema de vida. Si el moho en una placa de Petri podía cambiar la historia de la medicina, entonces una noche aleatoria en un club de solteros también podía cambiar la trayectoria de su corazón.

A decir verdad, no esperaba gran cosa del "Club para Solteros de la Ciencia". Lo había descubierto gracias a una colega que insistía en que debería "salir del laboratorio y hacer contacto humano". Olivia se había reído en su momento, pero luego pensó: ¿Y por qué no? Era eso o pasar otra noche en su apartamento intentando reparar una cafetera que funcionaba mejor desde que se declaró averiada.

Tenía 32 años, una colección de camisetas con chistes científicos y un doctorado en astrofísica. Trabajaba en el Instituto de Investigación Espacial y Astrobiología, donde pasaba sus días (y muchas noches) examinando espectros de atmósferas de exoplanetas y simulando condiciones para vida extraterrestre. Lo amaba. No había nada más emocionante que mirar a través del lente de la ciencia hacia lo desconocido. Pero incluso los genios curiosos tienen corazones que laten, y el suyo llevaba tiempo haciéndolo en piloto automático.

No era que estuviera buscando activamente, pero debía admitir que había alcanzado cada una de sus metas y la compañía de alguien en sus mismas condiciones no sonaba tan mal. No quería un cuento de hadas o ser parte de una comedia romántica, solo quería vivir lo que mucha gente hablaba, incluso en las revistas de ciencias.

Aunque todo se pudiera reducir a química, física, biología y anatomía… sabía que había algo, un dato que era imposible de cuantificar, pero que hacía la diferencia.

Olivia no era fácil de encasillar. Era extrovertida hasta el descaro, hablaba con las manos y tenía una habilidad casi sobrenatural para incomodar a los hombres que se sentían amenazados por mujeres inteligentes o al menos eso decía su hermana. Ella estaba segura de que era por ser osada y les incomodaba. Había salido con artistas, ingenieros, un matemático obsesionado con los números primos y un chef molecular que cocinaba mejor de lo que conversaba. Ninguno duró más de unos meses.

Citas interesantes, hombres talentosos, pero siempre terminaban siendo un buen amigo.

Luego conoció a Cael.

La primera impresión fue simple: introvertido, lógicamente brillante, completamente fuera de lugar en un ambiente social. Y, por alguna razón, irresistible. No en un sentido clásico o superficial, sino porque tenía esa mezcla exacta de misterio y profundidad que activaba su curiosidad como científica y como mujer. Además, hablaba de teorías complejas sin esforzarse por sonar interesante.

Era, sencillamente, él.

Ahora no podía decir si era su tipo, pero la química estaba, lo cual fue un buen inicio, aunque también existía la posibilidad de que nada reaccionara, pero no lo sabría hasta que se conocieran mejor.

—Estás pensando en el chico del otro día, ¿cierto? —Preguntó Alicia, su colega de cubículo, mientras revisaban datos de tránsitos planetarios en la oficina.

—Cael. Se llama Cael. Y no estoy pensando en él. Estoy analizando esta curva de absorción. —Olivia se esforzó por sonar convincente.

Alicia levantó una ceja sin dejar de mirar su pantalla.

—Hablaste del gran filtro durante el almuerzo. —La chica sonrió con burla— Con entusiasmo. Eso solo pasa cuando algo te despierta. Normalmente, ni la misión Kepler lo logra.

Olivia soltó un suspiro y se dejó caer sobre la silla.

—Es que fue una conversación genial, Ali. No sólo sabía del tema, sino que tenía una opinión bien fundamentada. —Luego levantó su mirada con las mejillas sonrojadas— Y no me miró raro cuando empecé a hablar de la paradoja de Fermi.

—¿Y? —Alicia giró la silla hacia ella— ¿Planeas volver a verlo?

—No lo sé. Creo que ni siquiera está convencido de que yo fui real. Estaba tan fuera de su elemento, que probablemente piense que fui una alucinación inducida por la presión social.

Alicia sonrió.

—Entonces, ¿por qué no le escribes? —Señaló la chica— Invítalo a tomar un café. Pero uno de verdad, no esos que haces con la máquina mutante que tienes en tu cocina. No queremos asustarlo o envenenarlo.

Olivia rio, pero la idea la siguió rondando. Esa noche, en casa, mientras organizaba papeles de una conferencia en la que participaría la semana siguiente, no podía dejar de pensar en él. Cael tenía algo especial. Algo que escapaba a la racionalidad, pero que la hacía querer saber más.

Desbloqueó su teléfono. Abrió la app del club donde se habían conocido y, para su sorpresa, él la había agregado como contacto sugerido. Sonrió. Tomó aire y escribió:

Hola, Cael. ¿Recuerdas la paradoja de Fermi? Me quedé pensando en tu teoría. ¿Café esta semana para continuar el debate?

Lo envió antes de poder arrepentirse. Luego se tiró en el sofá con el teléfono sobre el pecho, como si acabara de lanzar una nave al espacio sin saber si volvería.

Podía imaginar cómo los datos viajaban por la red hasta el teléfono de Cael.

Mientras esperaba una respuesta, su mente volvió a esa noche. Recordaba cómo Cael analizaba cada palabra antes de decirla, como si se tratara de una línea de código que debía compilar sin errores. Recordaba también la forma en que sus ojos se iluminaban cuando hablaban de teorías complejas. Era como encontrar a alguien que hablaba su idioma, pero con acento propio.

Y, contra todo pronóstico, no había huido. No había puesto cara de aburrido ni cambiado de tema a deportes o criptomonedas. Le había seguido el ritmo, y eso era una rareza. Olivia no quería un príncipe azul. Quería un cómplice mental. Alguien que entendiera que el universo era demasiado fascinante para reducirlo a pequeñas charlas vacías sobre solo cuántas estrellas había y que quisieran bajarle la luna solo para llegar a su intimidad.




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