El tren se alejaba lentamente, llevándose consigo los últimos sonidos de la ciudad que Aiven había dejado atrás. Oríndel le parecía más pequeña, más tranquila... y, de algún modo, más lejana a todo lo que conocía.
Respiró hondo, ajustando la correa de su mochila. No iba a mentirse: la idea de empezar de cero le provocaba un cosquilleo incómodo en el estómago. No era miedo exactamente, era esa mezcla rara de ansiedad y expectación, como si estuviera a punto de entrar en una habitación oscura sin saber qué encontraría.
El instituto quedaba a unas calles, y mientras caminaba, Aiven se distrajo con la plaza que había justo enfrente. Un grupo de estudiantes pintaba un mural colorido. Los pinceles golpeaban el cemento con suavidad, y el aire olía a pintura fresca y a pan caliente de una panadería cercana.
Cerca de una mesa improvisada, un chico de pie sostenía un bolígrafo, apuntando algo en una hoja pegada con cinta. Cuando Aiven se acercó para inscribirse en lo que parecían actividades extracurriculares, ambos estiraron la mano al mismo tiempo para coger el bolígrafo.
Sus dedos se rozaron, fue un instante fugaz, pero suficiente para que el chico, delgado, con cabello oscuro que caía un poco sobre los ojos, se sobresaltara y apartara la mano. Sus mejillas se encendieron, y Aiven sintió un calor incómodo subirle al rostro también.
—Ah… puedes tú —murmuró el chico, dando un paso atrás.
Aiven sonrió un poco, incómodo pero divertido, y escribió su nombre en la hoja. Cuando levantó la vista, el chico ya estaba alejándose a paso rápido. Algo se movía extraño en su caminar, como si quisiera salir de ahí antes de que alguien pudiera detenerlo.
Fue entonces cuando Aiven lo vio: la mochila del chico estaba abierta, y una libreta pequeña cayó al suelo sin que él se diera cuenta. Una agenda, de tapas negras, con un borde gastado.
Aiven la recogió, y al hojearla vio, en una página doblada, un número de teléfono escrito. Dudó unos segundos, pero lo anotó en su móvil. Quizá así podría devolvérsela si no lo encontraba pronto.
Miró hacia la esquina por donde el chico había desaparecido y suspiró.
Bienvenido a Oríndel, pensó. Al parecer, las sorpresas llegaban más rápido de lo que esperaba.