CAPÍTULO 2. El chico nuevo.

Noam solía llegar antes que casi todos. Le gustaba entrar al aula cuando todavía estaba medio vacía, cuando el eco de los pasos resonaba por el pasillo y las voces aún eran pocas. No lo hacía porque amara el instituto, de hecho, la mayoría de las veces le parecía un edificio sin vida, sino porque detestaba la sensación de tener que abrirse paso entre gente que ya estaba hablando, riendo, mirando. Llegar temprano le daba la oportunidad de pasar desapercibido.

Aquel día no fue distinto… hasta que pasó algo.
Había dejado su mochila junto a la ventana, abierto el cuaderno y estaba distraído dibujando líneas en la esquina de la hoja cuando empezó a escuchar los murmullos. Venían de la puerta, de las mesas cercanas, de todas partes.

—Es el chico nuevo —comentó alguien a sus espaldas, como si la noticia tuviera que propagarse rápidamente.

—Dicen que es de otra ciudad —añadió otra voz.

Noam levantó la mirada lo suficiente para verlo entrar. Y ahí estaba: el chico de la plaza. El que había aparecido ayer frente al mural, el que se había inclinado sobre la hoja para escribir su nombre justo después de que él soltara el bolígrafo. Ese pequeño momento, ridículo para cualquiera, había quedado atrapado en su memoria durante la noche, como un fragmento que no podía dejar de recordar.

El profesor carraspeó para llamar la atención de la clase.

—Él es Aiven. —Habló con su voz habitual, grave pero sin entusiasmo—. Viene de otra ciudad, así que espero que lo reciban bien.

La palabra bien sonó como una formalidad más que como un deseo real. Aiven sonrió ligeramente, de esa forma cortés que uno usa para no parecer incómodo aunque lo esté.

—Puedes sentarte ahí, junto a Noam —indicó el profesor.

El corazón de Noam dio un salto extraño. No quería reconocer que se puso nervioso; no había razón para ello. Pero algo en el estómago se tensó mientras veía al chico acercarse con paso tranquilo, una mochila colgando flojamente de un hombro.

—Hola —saludó Aiven en voz baja cuando se dejó caer en la silla contigua.

—Hola —respondió Noam, casi en un susurro.

No hubo silencio incómodo, al menos no de ese tipo que se siente como un hueco enorme entre dos personas. Fue un silencio diferente, casi expectante. Entonces Aiven rebuscó en su mochila y sacó algo: una agenda negra, gastada en las esquinas.

—Se te cayó ayer —dijo, tendiéndosela con una expresión neutral pero amable—. Ah, por cierto, apunté tu número por si no te encontraba hoy, pensaba escribirte para devolvértela, espero que no te moleste.

Noam parpadeó, sorprendido.

—Gracias… —dijo mientras la tomaba, sintiendo la textura conocida del cuero bajo sus dedos—. No me di cuenta de que la había perdido.

No quiso pensar demasiado en el hecho de que Aiven tenía ahora su número de teléfono. Era una sensación rara: parte de él quería borrarlo de su mente, y otra parte quería aferrarse a esa idea como si fuera algo importante.

El profesor empezó la clase y, poco a poco, el sonido de páginas pasando y bolígrafos escribiendo llenó el ambiente. Noam intentó concentrarse en la hoja delante de él, pero de vez en cuando, su mirada se desviaba hacia el chico nuevo.

Aiven parecía atento, aunque por momentos sus ojos se perdían, como si estuviera procesando algo lejos de esa aula. Movía el pie suavemente bajo la mesa, en un gesto inquieto que a Noam le resultaba curioso. No era el tipo de nerviosismo caótico que él mismo a veces sentía; era como si Aiven estuviera preparado para reaccionar, pero no a todo, solo a lo que de verdad le importara.

En un momento, Aiven giró la cabeza y lo sorprendió mirándolo.

—¿Qué? —preguntó con una sonrisa leve, sin sonar molesto.

Noam se obligó a encogerse de hombros.

—Nada.

El resto de la clase transcurrió sin que volvieran a hablar, pero la presencia de Aiven a su lado no pasó desapercibida. Y aunque Noam no lo admitiría en voz alta, cuando la campana sonó, por primera vez en mucho tiempo no sintió la necesidad inmediata de huir al rincón más apartado.