La semana transcurrió sin grandes sobresaltos.
Las clases se parecían demasiado entre sí: las mismas voces, los mismos ruidos, el mismo olor a papel y marcador. Aiven ya sabía dónde sentarse, qué pasillos evitar cuando estaban demasiado llenos, qué profesores hablaban más de lo que enseñaban.
Pero había un cambio, pequeño y constante.
Desde aquel primer mensaje, cada día intercambiaba algunos con Noam. No eran conversaciones largas, pero sí regulares. Un "¿has hecho el ejercicio?", un "hoy el profesor estaba insoportable", un "está lloviendo otra vez"...
Poco a poco, sin darse cuenta, Aiven había empezado a esperar esas notificaciones como si fueran puntos de luz en el día.
El viernes por la tarde, después de clases, Aiven estaba en su escritorio repasando apuntes cuando el móvil vibró.
Era Noam.
•Noam: ¿Haces algo mañana?
Aiven se quedó mirando la pantalla un momento. No era habitual que Noam iniciara una conversación con algo tan directo. Tecleó:
•Aiven: Nada importante. ¿Por?
La respuesta tardó unos segundos.
•Noam: Podríamos salir un rato.
No había un sitio específico en el mensaje. Tampoco una excusa. Simplemente una propuesta.
•Aiven: ¿A dónde?
•Noam: Hay un parque cerca del río. No mucha gente.
Aiven sonrió.
•Aiven: Suena bien. ¿Hora?
•Noam: 4 de la tarde. Entrada principal.
•Aiven: Ok. Llevaré paraguas por si acaso.
•Noam: No llueve.
•Aiven: Nunca se sabe.
Noam no respondió a eso, pero Aiven se imaginó una media sonrisa en su cara.
El sábado amaneció despejado. El cielo tenía ese azul que parecía demasiado limpio para ser verdad, y las nubes eran apenas líneas blancas en la distancia. Aiven pasó la mañana sin prisa, organizando un poco su habitación, escuchando música. De vez en cuando miraba el reloj, calculando cuánto faltaba.
A las tres y media salió de casa. Caminó por calles tranquilas, con el sol filtrándose entre los edificios. La entrada del parque estaba marcada por un arco de hierro cubierto de enredaderas. Noam ya estaba allí, apoyado contra la verja, las manos en los bolsillos.
—Puntual —comentó Aiven al llegar.
—Es más fácil si no hay que correr —respondió Noam, y empezó a caminar.
El parque se extendía en senderos de grava bordeados de árboles. El ruido de la ciudad se apagaba poco a poco a medida que se adentraban. Había algunas familias, corredores, un par de ciclistas.
—¿Vienes mucho aquí? —preguntó Aiven.
—A veces. Me gusta más cuando está casi vacío.
—¿Y hoy?
Noam miró alrededor.
—No está mal.
Cruzaron un pequeño puente de madera sobre un canal que llevaba el agua hacia el río principal. El reflejo del sol sobre la superficie los obligó a entrecerrar los ojos.
—¿Siempre propones salir así? —preguntó Aiven, con tono curioso.
—No. —Noam pateó una piedrecilla del sendero—. Normalmente no.
—Entonces soy especial.
Noam no respondió de inmediato. Luego dijo:
—Supongo.
Siguieron caminando hasta llegar a una zona más abierta. El césped se extendía hasta donde empezaban los árboles más altos. Cerca había un banco de madera algo desgastado, y Noam se sentó sin preguntar. Aiven lo imitó.