Constelación De Dos

CAPÍTULO 10. Llamadas sin abrir.

El móvil había vibrado por tercera vez en la última hora.
Noam lo mantenía boca abajo, como si así pudiera negar que el mundo existía fuera de esas cuatro paredes. La vibración había dejado un eco breve sobre la mesa de madera, pero él ni siquiera lo miró.

Sabía quién era.
No necesitaba abrirlo para imaginarlo: mensajes cortos, escritos con ese tono que buscaba sonar casual pero que escondía un "me importas" disfrazado.
Aiven no era de insistir de manera molesta, pero tampoco dejaba que el silencio se alargara demasiado.

Ese día, sin embargo, Noam no podía. No tenía energía para contestar.
Ni para decir "estoy bien" aunque fuera mentira.

El cuarto estaba en penumbra, las cortinas apenas dejaban entrar un hilo de luz gris. El aire estaba pesado, estancado. El silencio no lo tranquilizaba; al contrario, lo llenaba de ruidos invisibles.
Pensamientos que llegaban uno detrás de otro, todos enredados:
rostros del pasado, empujones en pasillos, risas que no eran con él, sino contra él. Palabras que se habían clavado hacía años y que, aunque parecían lejanas, todavía sabían dónde doler.

En su cabeza, esos recuerdos no tenían la cortesía de quedarse quietos. Llegaban como escenas repetidas, una y otra vez, hasta que se sentía de nuevo pequeño, indefenso, con la espalda contra la pared.

Noam se dio cuenta de que estaba llorando sin saber en qué momento exacto había empezado. Las lágrimas se deslizaban despacio, tibias, hasta caer sobre la almohada.
Sus brazos, descubiertos por la manga enrollada, mostraban un mapa de viejas marcas. Algunas apenas visibles, otras más recientes.
Ese día, unos trazos rojos y silenciosos se sumaban a la colección, como una verdad que no sabía decir en voz alta.

No sabía si eso lo aliviaba o lo hundía más.
No sabía si algún día dejaría de hacerlo.

La puerta principal se abrió con un golpe seco que rompió el encierro.

—¿Noam? —la voz de su hermana mayor atravesó el pasillo como una cuerda lanzada al vacío.

No respondió.
Escuchó pasos firmes acercándose, sin pausa, hasta que ella apareció en el marco de la puerta. Tenía la frente fruncida y una bolsa de papel en una mano, una botella de té frío en la otra.
No pidió permiso para entrar.

Dejó la bolsa sobre el escritorio y fue directa a la ventana. Abrió de par en par y el aire fresco entró como una bofetada suave.

—Huele a encierro —comentó, intentando sonar ligera. Pero él conocía esa voz: estaba preocupada.

Noam se encogió en la cama, mirando hacia la pared.

—No tengo hambre.

Ella lo miró un momento, sin decir nada, y luego soltó:



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Editado: 26.08.2025

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