Constelación De Dos

CAPÍTULO 18. Grietas que dejan entrar luz.

La campana final sonó con un eco largo en los pasillos.
El murmullo de los estudiantes se mezclaba con el ruido de mochilas cerrándose y pasos apresurados hacia la salida.
Aiven guardó sus cuadernos en silencio, aunque sus ojos se desviaban una y otra vez hacia la silla junto a la suya, donde Noam estaba encorvado, recogiendo sus cosas con más lentitud de la habitual.

En los últimos días, lo había notado... diferente. Algo en sus gestos, en la forma en que miraba hacia abajo como si pesara demasiado levantar la cabeza.
No quería presionarlo, pero tampoco podía ignorarlo.

Cuando ambos salieron al pasillo, Aiven le sonrió.

-¿Quieres que te acompañe a casa? -preguntó, con un tono más ligero que la intención real que tenía detrás.

Noam lo miró de reojo. No dijo que sí ni que no, pero su paso se mantuvo junto al de Aiven.
Eso, para él, ya era una respuesta.

El aire de la tarde estaba tibio, y las sombras largas de los árboles se estiraban sobre el pavimento. Caminaron en silencio por un par de calles, hasta que Aiven rompió el hielo:

-¿Estás bien? -Lo dijo sin disfrazar la preocupación.

Noam apretó la correa de su mochila.

-Supongo que... hoy sí.

Aiven no respondió enseguida, pero guardó esa palabra en su mente: hoy.
Como si los días buenos fueran una excepción.

La casa de Noam estaba en una calle tranquila, con una verja baja y un pequeño jardín delantero.
Él abrió la puerta, y por un momento Aiven dudó si debía entrar.
Pero Noam lo miró y dijo:

-Pasa. No quiero... comer solo hoy.

Aiven sintió un calor raro en el pecho y lo siguió adentro.

El interior tenía un aroma a madera y a pan tostado. La luz entraba cálida por las cortinas y caía sobre los muebles de forma suave.
Noam dejó la mochila en el suelo y se fue directo a la cocina.

-Tengo pasta -dijo, casi como si se justificara-. No es gran cosa, pero...

-Suena bien -contestó Aiven, sentándose en una de las sillas de la mesa.

Mientras Noam preparaba los platos, el silencio se llenó de pequeños ruidos: el agua hirviendo, los cubiertos sobre la encimera, el zumbido bajo del refrigerador.
Aiven lo observó, notando que sus movimientos eran automáticos, casi mecánicos, como si cocinar fuera una rutina que lo mantenía en pie.

Cuando se sentaron a comer, Noam estuvo unos segundos mirando el plato sin tocarlo.
Aiven lo notó.

-¿Pasa algo?

Noam soltó un suspiro lento.

-No estoy acostumbrado a comer con alguien... no desde hace mucho tiempo.

Aiven lo miró con atención, esperando a que siguiera.
Y esta vez, Noam lo hizo.

-Cuando era más pequeño... -empezó, y su voz se volvió más baja-, mi casa no era un lugar seguro. Mi padre... -se interrumpió, apretando la mandíbula-, bueno, no le importaba cómo me sentía. Y mi madre... estaba, pero no estaba. Siempre demasiado cansada o demasiado asustada para intervenir.

Aiven bajó los cubiertos, sin dejar de escucharlo.

-En la escuela... -Noam continuó, y sus ojos se quedaron fijos en algún punto de la mesa-, era el blanco fácil. Callado, flaco... y me gustaban cosas que para ellos no eran "normales". Dibujar, leer... Nunca jugué fútbol, y eso bastaba.

Sus dedos temblaban ligeramente, y Aiven se obligó a mantener la calma para no interrumpir.

-Recuerdo un día... -Noam tragó saliva, y sus manos se cerraron en puños-. Estaba lloviendo. Tenía ocho años. Uno de los chicos me empujó contra una verja. Me abrió la ceja... y ellos se reían. Nadie me ayudó. Caminé hasta casa con la sangre cayendo por mi cara. Y mi padre... -su voz se quebró-, me gritó por haberme roto la camiseta.

Aiven sintió un nudo en la garganta.

-Desde entonces... aprendí que dolía menos si lo hacía yo. Que si me cortaba... al menos era yo quien decidía cuándo y cómo.

Un silencio pesado llenó el aire.
Noam respiró hondo, intentando estabilizar su voz.

-Sé que suena roto... Y lo es. Pero... desde que te conocí... -lo miró por primera vez en toda la conversación-, hay días en los que no siento la necesidad de hacerlo.

Aiven tragó, intentando encontrar las palabras correctas.

-Noam... -dijo despacio-, no estás solo. No pienso dejar que vuelvas a creer eso.

Noam sonrió apenas, como si esa frase fuera un bálsamo que todavía no sabía si creer.

Siguieron comiendo en silencio, pero ya no era incómodo. Cada tanto, Aiven hacía un comentario pequeño, una observación sobre algo del instituto, y Noam respondía con frases cortas que, sin embargo, llevaban un tono más cálido.

Cuando terminaron, Noam se levantó para lavar los platos.
Aiven se acercó y, sin decir nada, tomó uno de ellos para enjuagarlo.

-No hace falta -dijo Noam.

-Quiero hacerlo -contestó Aiven.

Ese "quiero" hizo que Noam lo mirara de reojo, como si estuviera intentando descifrarlo.

Más tarde, se sentaron en el pequeño sofá del salón.
Noam estaba un poco inclinado hacia adelante, los codos sobre las rodillas, jugando con una pulsera que llevaba en la muñeca.
Aiven lo observaba de lado, notando cada microgesto: cómo sus dedos buscaban algo que apretar, cómo sus hombros se encogían cuando hablaba.

-¿Alguna vez pensaste que... tal vez no eres tú el problema? -preguntó Aiven de pronto.

Noam soltó una risa seca.

-Es difícil pensar eso cuando todos a tu alrededor te lo repiten desde pequeño.

-Entonces yo lo repetiré el tiempo que haga falta -replicó Aiven, con un tono firme-. No eres el problema.

Noam lo miró, y por un instante, esa mirada fue más intensa que cualquier abrazo.

El resto de la tarde transcurrió tranquila. Hablaron un poco más, y otras veces simplemente se quedaron en silencio, escuchando el ruido lejano de la calle.
Cuando Aiven se levantó para irse, Noam lo acompañó hasta la puerta.

-Gracias por venir... -dijo, bajando la vista.

-Gracias por dejarme quedarme -contestó Aiven.



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Editado: 26.08.2025

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