La mañana empezó sin nada distinto… al menos en apariencia.
El pasillo del instituto estaba lleno de ese caos de siempre: lockers que se cerraban con golpes, risas de grupos que se conocían de toda la vida, murmullos cargados de curiosidad y chismes.
Aiven avanzaba con la mochila al hombro, buscando el aula. Noam estaba unos pasos más adelante, como siempre, caminando rápido para no llamar la atención.
Pero ese día, algo cambió.
Un par de chicos se interpusieron en el pasillo.
—Eh, Aiven —uno sonrió con esa sonrisa que no tenía nada de amistosa—, Te juntas con el rarito, ¿Eh?
Aiven frenó en seco, pero no contestó. Tenía las manos apretadas en puños dentro de los bolsillos.
Otro se rió.
—Debe ser contagioso, ¿no? Eso de estar siempre callado o de mirar como si no entendieras nada.
Noam giró la cabeza y lo vio. Esa rigidez en los hombros de Aiven, ese silencio que no era timidez sino contención pura.
Se acercó rápido y le tomó del brazo.
—Ven —dijo bajo, con una urgencia que no dejaba espacio para discutir.
Aiven dudó un segundo, pero luego lo siguió.
Pasaron entre la gente, cruzaron una esquina y llegaron a una puerta que daba a uno de los patios laterales, donde casi nunca había nadie. El ruido del pasillo se apagó detrás de ellos.
El aire afuera estaba fresco, con un cielo de un azul limpio.
Noam no soltó el brazo de Aiven hasta estar seguros de que estaban solos.
—No tenías que escuchar eso —dijo finalmente, sin mirarlo—. Son idiotas.
Aiven lo miró de lado.
—Estoy acostumbrado.
—No deberías —contestó Noam, girando hacia él. Había algo intenso en su mirada, una mezcla de enojo y otra cosa que Aiven no había visto antes.
Se quedaron ahí, a un par de pasos de distancia, el silencio llenando el espacio entre ellos.
Aiven podía sentir cómo el corazón le latía más rápido, sin saber si era por la rabia de antes o por estar frente a Noam así, tan cerca.
—Noam… —dijo, apenas un susurro.
El otro inclinó un poco la cabeza, esperando.
Aiven dio un paso adelante. Y luego otro.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca para sentir el calor de su respiración, levantó ambas manos y las colocó suavemente a los lados del rostro de Noam.
Sus pulgares rozaron la piel cerca de las mejillas, como si quisiera memorizar su forma.
Los ojos de Noam se abrieron un poco, sorprendido, pero no se apartó.
Su respiración se volvió más lenta, más profunda.
Y entonces, Aiven se inclinó y lo besó.
No fue un beso apresurado ni torpe.
Fue suave, casi cuidadoso, como si tuviera miedo de romper algo valioso.
Noam parpadeó una vez, sintiendo el contacto, y luego cerró los ojos. Sus labios respondieron con la misma dulzura, sin prisa, como si quisieran quedarse ahí el mayor tiempo posible.
El mundo alrededor se borró.
No había ruido de pasillos, ni burlas, ni sombra de heridas viejas.
Solo el calor de las manos de Aiven en su cara, el roce suave de sus labios, y una sensación que crecía en el pecho, cálida y nueva.
Cuando se separaron, ninguno habló de inmediato.
Sus frentes quedaron apoyadas una contra la otra, respirando el mismo aire.
—Noam… —dijo Aiven, y su voz sonaba un poco temblorosa—, tenía que hacerlo.
Noam sonrió apenas, con esa media sonrisa que nunca enseñaba del todo.
—Lo sé.
Se quedaron así un momento más, hasta que un ruido lejano les recordó que había un mundo fuera de ese instante.
Pero mientras volvían al pasillo, las miradas que se cruzaron ya no eran las mismas.