La mañana comenzó con una calma extraña.
Noam se vistió más despacio de lo habitual, deteniéndose frente al espejo un par de veces, como si de repente se preocupara por cómo quedaba la camiseta o si el cabello estaba demasiado desordenado.
No podía evitarlo: hoy sería el primer día que vería a Aiven después de aquella noche en la playa… después de aquel beso… después de decirle que sí.
Mientras caminaba hacia el instituto, el aire frío de la mañana parecía menos pesado. El sol, apenas asomándose entre las nubes, le arrancaba destellos dorados al asfalto mojado por el rocío. En la puerta, como si lo hubiese estado esperando y probablemente sí lo había hecho, estaba Aiven.
—Buenos días —saludó Aiven con una sonrisa que no necesitaba más explicaciones.
—Buenos días —respondió Noam, sintiendo un calor inmediato en las mejillas.
La manera en la que se miraron decía más que cualquier gesto.
En el aula, la rutina de siempre parecía distinta. Aiven ya tenía su cuaderno abierto, un bolígrafo entre los dedos. Noam se sentó a su lado, y apenas lo hizo, sus rodillas se rozaron debajo de la mesa. Fue un contacto mínimo, pero suficiente para que ambos se quedaran en silencio unos segundos más largos de lo normal.