La ciudad estaba llena de luces por las fiestas locales. Aiven había preparado algo sencillo pero especial: una cena en el balcón de su departamento, velas pequeñas iluminando la mesa, un pastel que había comprado corriendo entre clases.
Noam, al verlo, sonrió con esa mezcla de ternura y sorpresa que siempre lo hacía sentir visto.
—No hacía falta tanto —dijo, pero sus ojos brillaban.
—Claro que sí —respondió Aiven, sirviéndole un trozo de pastel—. Es nuestro primer año. Y quiero que sepas que cada día contigo lo celebro, aunque no haya velas ni pasteles.
Noam se inclinó y le dio un beso suave, con la seguridad de alguien que ya no temía demostrar lo que sentía.