Parte I
Las noches se vuelven más largas cuando la ausencia de alguien se convierte en una sombra persistente. Mientras miro la luna desde la ventana, mi mente se desliza hacia esos recuerdos que parecen tan lejanos. Él está ahí afuera, en algún lugar, pero ya no es mío. Mi corazón se retuerce con una mezcla de nostalgia y resignación.
Las redes sociales son testigos mudos de su nueva vida, y no puedo evitar revisar su perfil una vez más. Las fotos de sonrisas compartidas y momentos íntimos se suceden, como un recordatorio constante de que ahora hay alguien más a quien él prefiere. Mi corazón late con fuerza, y una melancolía se apodera de mí mientras me pierdo en la aparente felicidad que ahora es parte de su historia.
Cierro el portátil con un suspiro profundo, intentando desterrar la sensación de soledad que se instala en mi pecho. Los mensajes no enviados y las llamadas que nunca hice se acumulan en mi mente, recordándome que el tiempo no espera y las oportunidades se desvanecen como susurros en el viento.
Los lugares que solíamos frecuentar juntos ahora parecen estar impregnados con su ausencia. Me esfuerzo por ocultar la añoranza detrás de una sonrisa forzada mientras camino por las calles que alguna vez fueron testigos de nuestro amor. El eco de sus risas resuena en mi mente, un eco que parece burlarse de la soledad que ahora me abraza.
Los amigos intentan consolarme, ofreciendo palabras de aliento que caen en mis oídos como un suave murmullo lejano. Pero, ¿cómo pueden entender la ausencia que siento cuando él ya no está a mi lado? Las noches se vuelven más solitarias, y la compañía de otros no logra llenar el vacío que él dejó en mi corazón.
A veces, me encuentro escribiendo mensajes que nunca enviaré, cartas que nunca leerá. Las palabras fluyen con la esperanza de que algún día comprenda cuánto lo extraño, cuánto desearía retroceder el tiempo y enmendar lo que quedó roto. Pero el envío nunca ocurre, y las palabras se quedan suspendidas en el limbo de lo no dicho.
La música se convierte en mi refugio, las canciones que solíamos compartir ahora se escuchan en solitario. Las letras parecen más intensas, como si la melodía estuviera impregnada con la esencia de lo que una vez fue y ya no puede ser. Cierro los ojos y me sumerjo en la música, permitiendo que las emociones fluyan en cada nota.
Las noches pasan, y la aceptación se asienta como una sombra silenciosa. Aunque la añoranza persiste, aprendo a convivir con ella. Cada día es un paso hacia adelante, un recordatorio de que el amor tiene muchas formas, y quizás, con el tiempo, la añoranza se convierta en un suspiro suave, una melancolía que adorna el camino que ambos elegimos seguir por separado.
El sonido del océano me envuelve mientras camino por la playa, con la brisa salada jugando con mechones de mi cabello. Estoy en Mayoland, la meca del surf, donde las olas son tan impredecibles como la vida misma. Mi tabla de surf se encuentra bajo el brazo, y mi corazón late al ritmo de las olas que rompen en la orilla. Estoy aquí para el torneo de surf, un desafío que ha estado en mi mente desde que supe de él.
Las emociones se mezclan en mi pecho: emoción, nerviosismo y una pizca de miedo. Las olas pueden ser caprichosas, y hoy, más que nunca, siento la necesidad de domarlas. Me uno a la multitud que se congrega en la arena, donde los surfistas se preparan para la competición. La energía es palpable, como una corriente eléctrica que recorre la playa.
El rugido de las olas y el grito de las gaviotas se fusionan en una sinfonía que me hace sentir viva. Siento la arena bajo mis pies mientras camino hacia el punto de registro. Las miradas de otros surfistas se cruzan, algunos conocidos y otros nuevos, todos con la misma chispa de desafío en sus ojos.
El anuncio del comienzo del torneo retumba a través de los altavoces, y la adrenalina fluye a través de mis venas. Mi tabla de surf se siente como una extensión de mí misma, una aliada en este enfrentamiento con las olas. Me coloco la licra con el número de competición y me ajusto la correa del tobillo, teniendo cuidado con la herida que me había hecho antes, consciente de que cada detalle cuenta en el mar.
La marea sube, y es el momento de entrar al agua. Me deslizo sobre mi tabla, sintiendo la frescura del océano bajo mis pies. Las olas se levantan como gigantes líquidos, desafiándome a conquistarlas. La competencia es feroz, pero estoy lista para enfrentar cualquier cosa.
Las primeras olas llegan con fuerza, y mi cuerpo se fusiona con la tabla en movimientos instintivos. La euforia se mezcla con la concentración mientras navego por las crestas y los valles acuáticos. Cada maniobra es un baile con la naturaleza, una danza en la que debo estar en armonía con las fuerzas del océano.
La competencia avanza, y aunque las olas se vuelven más desafiantes, mi determinación no flaquea. Cada giro, cada salto es un paso más hacia la victoria. El sol se refleja en las olas, creando destellos plateados que acompañan mi trayectoria. Las olas, como la vida misma, son impredecibles, pero aquí, en este momento, encuentro mi centro.
El sonido del silbato indica el final de mi última ola, y retorno a la playa con el corazón acelerado y la respiración agitada. La arena se adhiere a mis pies mojados mientras camino hacia la multitud que aplaude. Aunque el resultado aún no se ha anunciado, sé que esta experiencia quedará marcada en mi memoria como una lección de valentía y conexión con el mar.