En la calle, iluminada por faroles y estrellas, se para bajo un semáforo verde, donde carros transitan a gran velocidad. El semáforo cambia. Rojo. Es su momento de avanzar. Da un paso, luego otro. Cerca de ella, se escucha el sonido de voces.
Se oye un grito. Ness no alcanza a reaccionar. Luego, rápidamente, el dolor estalla en su cuerpo. La oscuridad se la lleva en dulce amenidad.
El carro se choca, un poco más allá, contra una caseta cerrada. El hombre baja, borracho. Manos en la cabeza y el terror desfigurando sus muecas.
Ness yace en el asfalto, bajo un charco carmesí. Las hojas de papel a un lado, la cara placentera aún, pero sin rastro de vida. Su pecho está quieto, tranquilo, tan diferente al caos que atenaza el lugar.
Un viento helado cruza, tan ligero, como el soplo que se da para apagar una chispa de fuego.
Lejos, en algún sitio, una madre espera a una hija que no llegará.