―¿Cómo dijiste? ―preguntó, confuso.
Coloqué mis manos en las caderas y bufé. El muchacho podría estar guapo, pero tenía una actitud de mierda que ni un santo se la aguantaría.
―Vanessa ―escupí, furiosa.
Apenas pronuncié mi nombre, retrocedió tres pasos, como si lo hubiera empujado. Por un segundo, juré que un dolor atormentó sus ojos grises, sin embargo, al ver la mueca cínica que me dedicó, lo deseché.
¿Él? ¿Dolor?
¡Bah!
Por la sonrisa que delineó sus labios, supe que lo que iba a soltar incrementaría la ira que me inundaba.
―Qué pena que un nombre tan hermoso lo tenga una arpía como tú.
Mis mejillas se encendieron. ¿Y él sería mi traductor durante mis vacaciones?
¡Maldita sea mi suerte!