Constelaciones perdidas©

Capítulo uno: Adiós, Roma.

Mi alarma estaba programada para sonar en cualquier momento, pero no la necesitaba. Anoche, aunque intenté dormir, no pude pegar ojo alguno. La ansiedad de saber que pasaría mis vacaciones de verano con mi progenitora anestesiaba cualquier necesidad dentro de mí. Mi mente no dejaba de pensar en las mil y un formas que podría haber evitado el exilio, sin embargo, ya era demasiado tarde. Mi padre estaba disgustado por mi último escándalo y, esta vez, me era imposible escapar del castigo.

Al bajar por las escaleras al primer piso, papá ya estaba con mi única maleta frente al umbral de la puerta. No me dedicó una sola mirada, sino se dirigió inmediatamente hacia el automóvil, donde empaquetó mis escasas pertenecías y procedió a encenderlo. Un día antes, me despedí de mi familia. Papá se aseguró de lo que hiciera, aunque por vía telefónica, temiendo que idease una forma de huir.

Me acomodé en la parte trasera del auto, recargando mi mejilla contra el plexiglás, y observando el cielo despejado de Roma, el cual anunciaba un espléndido día de verano para ir a la playa y gozar con mis amigos. Rodé los ojos al escuchar el ronroneo del auto al arrancar y deseé, no por última vez, haberle roto los dientes al imbécil y ególatra de mi ex. Al menos, sabría que estaría incapaz de besar y embobar a otra ingenua estas vacaciones.

Mi padre me llevó al aeropuerto internacional de Roma en un completo silencio y con el aire acondicionado encendido. Por su cejo fruncido, notaba que aún estaba enfurecido conmigo.

En la región Andina de Colombia, al norte del país, existe un pueblecito llamado Pamplona, el cual mantiene la mayor parte del año con el cielo encapotado y con temperaturas oscilantes entre los dos y los diecisiete grados. Las únicas atracciones de este ―a mí parecer― serpentino y triste sitio son las arquitecturas coloniales y la universidad, la cual hace rebosar de jóvenes el lugar; los que también, por lo que he oído de mi medio hermana, Linda, le dan el nombre de Sodoma y Gomorra.

De este pueblo, mi padre se marchó conmigo hace dieciséis años cuando mi donara de óvulos, dícese mamá, pidió el divorcio y apeló para que su esposo tuviese la custodia completa de su hija, la cual le estorbaba en esa época. La cual ahora, curiosamente, quería cerca.

Así que allí estaría, desterrada durante tres meses, aguantando el frío y el cielo ennegrecido en vez del sol y las susurrantes olas del mar.

―Compórtate, Ness ―habló mi padre por veintava vez antes de que subiese el avión―. Todo el mundo comete errores; tú lo comprendes mejor que nadie, así que dale una oportunidad a tu madre. La merece.

Mi padre y yo somos como dos gotas de agua, excepto por el carácter: donde él es compresivo y amable, yo soy una arpía desafiante. Tuve un ataque de angustia cuando contemplé su mirada anhelante. Él realmente esperaba que hiciese funcionar la relación con mi progenitora, sin embargo, yo le decepcionaría.

Era demasiado rencorosa y eso impedía que perdonase a la mujer que me dio la vida. Ella fue la que me abandonó porque no encajaba en el nuevo molde de su familia.  

―Lo intentaré ―le respondí, sin verlo.

―Promételo, Ness ―prosiguió―. Si no por ella, por mí. Por favor.

Tendí mi mano y se la apreté con fuerza, una señal de promesa entre nosotros, antes de subir al avión que me alejaría de mi vida.

El vuelo para llegar a Bogotá tenía una escala en Madrid, donde me hospedaría por una noche en un hotel cercano antes de despegar nuevamente. Allí debería transbordar el siguiente avión a Cúcuta, donde aún me quedaría un viaje de tres horas por carro hasta llegar a Pamplona. No obstante, sería mi madre la que me recogería en el aeropuerto de Cúcuta; hecho que me preocupaba, más que todo, por mi lengua viperina.

Terminaría arruinando las cosas antes de si quiera darle un comienzo.



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En el texto hay: amortoxico, amistad y drama

Editado: 25.05.2019

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