Gregor Stannard era conocido como el mejor periodista que La Voz del Vapor había tenido en toda su historia. Su reputación no era fruto de la suerte, sino de una carrera construida sobre coberturas que desafiaban las normas y ponían en riesgo su propia seguridad. Había reportado desde las barricadas de protestas militarizadas, sobrevivido a interrogatorios en regímenes opresores y denunciado a poderosos que muchos no se atreverían ni a nombrar.
Sentado en su despacho, con el reloj de pared marcando el mediodía, Gregor repasaba el artículo de Dahlia Fogel, publicado unas horas antes. Las palabras eran incisivas, llenas de valentía y una fe inquebrantable en la verdad. A pesar del leve daño a su cámara durante las manifestaciones, había logrado capturar la esencia de la injusticia que consumía a Obsidian Heights.
—Tiene algo que yo perdí hace tiempo —murmuró Gregor, más para sí mismo que para nadie en particular. Sus ojos, cansados pero atentos, se posaron en una fotografía enmarcada en su escritorio: una versión más joven de sí mismo con un bloc de notas en la mano, rodeado de soldados y humo en una cobertura de guerra.
En Dahlia veía reflejada la versión idealista que alguna vez había sido. Aunque los años y las cicatrices lo habían llevado a un cinismo pragmático, reconocía el potencial de Dahlia para lograr lo que él ya no podía. Por eso confiaba en ella. La guiaba, no solo como editora, sino como una suerte de mentor que deseaba que ella no repitiera los errores que lo habían marcado.
Gregor leyó nuevamente una frase del artículo: "El sistema no solo es opaco; es un mecanismo de represión engrasado con la ignorancia del pueblo." Asintiendo con aprobación, hizo una anotación mental para discutir el siguiente paso con ella.
Fue entonces cuando ocurrió la explosión.
El rugido ensordecedor sacudió el edificio entero. Los ventanales estallaron hacia el interior, convirtiéndose en una lluvia de dagas de vidrio. Gregor apenas tuvo tiempo de lanzarse debajo de su escritorio antes de que los escombros comenzaran a caer a su alrededor.
El humo llenó las ruinas de las oficinas de La Voz del Vapor. Entre los escombros, Dahlia Fogel se arrastraba, sus manos temblorosas buscando su cámara. La encontró parcialmente dañada pero intacta. A unos metros, divisó el cuerpo inmóvil de Gregor, atrapado bajo una pila de vigas.
—¡Gregor! —gritó, aunque su voz apenas era un susurro ahogado por el polvo. Se arrastró hacia él, usando toda su fuerza para intentar liberar las vigas que lo aprisionaban.
El sonido de pasos metálicos cortó el caos. Desde las sombras emergió Scarlet Mist, su servoarmadura brillando bajo la luz rojiza de las llamas. Sin decir palabra, evaluó la situación y comenzó a levantar las vigas con movimientos precisos y calculados.
—Está vivo —dijo Scarlet Mist, con voz firme. —Pero necesita atención médica inmediata.
Con cuidado, colocó a Gregor en un lugar seguro, donde otros civiles improvisaban un centro de asistencia. Antes de desaparecer nuevamente en las sombras, miró a Dahlia.
—No es momento de rendirse.
Dahlia lo observó, su determinación renovada a pesar de las lágrimas que manchaban su rostro. Scarlet Mist se desvaneció entre la multitud, dejando tras de sí un rastro de esperanza y confusión.
En la sala del Consejo de Lores, el ambiente era una mezcla de alarma y oportunismo. Lady Seraphine, con su habitual frialdad calculadora, tomó la palabra.
—Esto no es solo un ataque contra La Voz del Vapor. Es un ataque contra la estabilidad de Obsidian Heights. Propongo asignar escoltas personales a nuestros ingenieros principales. Son demasiado valiosos para arriesgarlos.
Caelan Rivault alzó la voz con un tono conciliador, aunque firme. —Militarizar a los ingenieros podría enviar un mensaje equivocado. No somos un estado policial, Lady Seraphine.
Seraphine lo miró con una sonrisa helada. —¿Prefiere esperar a que otro edificio explote, Lord Rivault?
La propuesta fue aprobada por mayoría, y las escoltas comenzaron a asignarse de inmediato. Aiden Falken, informado de la medida, solicitó personalmente que Eris Vex fuera su escolta.
Eris, una mujer alta y de porte militar, era conocida por su profesionalismo impecable. Sus ojos azules, fríos y analíticos, parecían capaces de diseccionar cualquier situación. Su cabello castaño oscuro, recogido en un moño ajustado, acentuaba su expresión severa, pero su postura relajada revelaba la confianza de alguien acostumbrado a la acción.
Cuando llegó al taller de Aiden, llevaba su uniforme negro impecable y botas militares que resonaban con cada paso.
—Vex, gracias por aceptar —dijo Aiden, tendiéndole la mano con una sonrisa cansada.
Eris estrechó su mano, su expresión inmutable, aunque un leve destello de calidez se filtró en sus ojos.
—Es mi deber, Falken. Aunque espero que no seas del tipo que busca problemas.
—Eso depende de a quién le preguntes —bromeó Aiden, provocando una leve sonrisa en Eris. La tensión se disipó momentáneamente mientras ambos intercambiaban una mirada de entendimiento.
En las calles del Ala Lumen, los ciudadanos comenzaban a reagruparse tras la tragedia. Algunos se acercaron a Dahlia para ofrecer ayuda, mientras otros murmuraban con admiración sobre Scarlet Mist. Su intervención había cambiado el tono de la narrativa pública.
Dahlia, con su anotador en mano, comenzó a escribir un mensaje para el próximo artículo.
—Hoy nos atacaron porque temen la verdad. Pero no pueden detenernos. No pueden silenciar lo que todos sabemos: este sistema está roto, y juntos podemos arreglarlo.
Sabía que estas palabras resonarán entre los lectores, y por un momento, el miedo dio paso a una chispa de esperanza. En las sombras del Ducado, otros ya maquinaban sus próximos movimientos, decididos a aplastar esa chispa antes de que se convirtiera en incendio.
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Editado: 21.12.2024