El nombre de Alaric Thorn inundaba cada rincón de Obsidian Heights. Las publicaciones de La Voz del Vapor, encabezadas por Dahlia Fogel, lo habían desenmascarado como el cabecilla del temido Filo del Ébano. Lo que antes era un susurro en las sombras ahora era un clamor público. Las masas reaccionaban con indignación y miedo; pero para Alaric, aquello era un momento esperado.
En un despacho oculto, lejos de las miradas indiscretas, Thorn leía los artículos con una expresión que fluctuaba entre orgullo y melancolía. Las palabras de Dahlia eran un retrato preciso de sus acciones, pero apenas rozaban la superficie de sus motivaciones. Con un movimiento lento, Alaric descolgó de la pared la espada que daba nombre a su organización: el Filo del Ébano, una obra maestra creada por Silas Karev, forjada con el propósito de simbolizar su cruzada.
La hoja relucía bajo la luz tenue, un recordatorio tangible de las decisiones que lo habían llevado hasta ese momento. Mientras la sostenía, sus pensamientos regresaron al día que cambió su vida para siempre.
Años atrás, Alaric Thorn había sido un respetado comandante del Ducado, conocido por su disciplina y lealtad incuestionable. Su vida personal, aunque modesta, era feliz. Su esposa, Lysandra, y su hijo, Edric, eran el centro de su mundo. Vivían en el Ala Helix, rodeados del bullicio de las fábricas y la esperanza de un futuro próspero.
Todo cambió una fatídica noche. Un fallo en una de las máquinas industriales más avanzadas del Ducado provocó una explosión masiva que arrasó con su hogar y muchos otros. La investigación oficial culpó a un error humano, pero Alaric descubrió pruebas que apuntaban a negligencia de los altos mandos del Consejo de Lores, quienes habían priorizado la producción sobre la seguridad.
El dolor de perder a su familia lo consumió, y con él, una rabia implacable. Alaric intentó buscar justicia dentro del sistema, pero cada puerta que tocó fue cerrada. Los lores tecnócratas protegieron a los responsables, argumentando que revelar la verdad podría desestabilizar la ciudad.
Comprendió, entonces, que el sistema no podía ser reformado. Tenía que ser destruido.
De vuelta al presente, Alaric colocó la espada sobre su escritorio. Cada grieta y detalle de la hoja era un reflejo de sus propios sacrificios. Leía las palabras de Dahlia con atención, reconociendo su valentía, aunque también su ingenuidad.
Las frases del artículo se incrustaban en su mente: "El Filo del Ébano se presenta como una fuerza de justicia, pero no es más que otro instrumento de control, tan corrupto como el sistema que dice combatir."
Soltó una risa amarga. No rechazaba la afirmación; en cierto modo, era verdad. Su organización había recurrido a medidas extremas, sacrificando principios por objetivos. Pero para él, esos sacrificios eran inevitables. La memoria de Lysandra y Edric exigía resultados, no disculpas.
Cada acción que había tomado desde entonces tenía un propósito. Para Alaric, el Ducado tecnocrático era la raíz de toda injusticia. Creía que la tecnología, en lugar de liberar al pueblo, había sido convertida en una herramienta de represión. Fundó el Filo del Ébano para derribar esa estructura, utilizando las mismas armas del sistema en su contra.
Sin embargo, el temor de fracasar lo perseguía como una sombra constante. Si no lograba su objetivo, el sacrificio de su familia y de sus seguidores sería en vano. Esa idea lo atormentaba, pero también lo impulsaba hacia adelante. Sabía que el tiempo se agotaba; cada día que pasaba sin resultados era una afrenta a la memoria de los suyos.
Más que a cualquier enemigo externo, temía que su cruzada no fuese suficiente para cambiar el sistema. Incluso con el poder en sus manos, había momentos en los que dudaba si podría erradicar las semillas de corrupción que había jurado destruir. En el fondo, temía convertirse en aquello que odiaba.
Y sin embargo, se aferraba a una mentira cómoda: que la fuerza bruta y el control absoluto eran necesarios para instaurar justicia. Esa misma mentalidad que criticaba en el Ducado también guiaba sus pasos. Reconocía la ironía, pero la consideraba un mal necesario.
Lo que no podía aceptar, al menos no aún, era la verdad que lo desafiaba en silencio: que el poder centralizado, sin importar quién lo detentara, perpetuaba la opresión. Que la verdadera justicia no se lograba con miedo, sino con una transformación genuina del sistema. Era una lección que quizá nunca estaría listo para aprender.
Un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Era Viktor Drell, su mano derecha. Con su habitual expresión severa, Drell informó sobre los movimientos de Scarlet Mist y la creciente movilización ciudadana en el Ala Umbra.
—La exposición ha complicado nuestra operación, pero también nos ha dado una ventaja —dijo Drell. —El miedo está de nuestro lado ahora.
Alaric asintió lentamente. Sabía que su desenmascaramiento era un arma de doble filo. Había perdido la ventaja de la clandestinidad, pero ganó una plataforma para avanzar con audacia.
—No más sombras —murmuró Alaric, sus ojos fijos en la espada. —Es hora de actuar a plena luz.
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Editado: 21.12.2024