Contienda De Amor (lord Vengativo) || Trilogia Prohibido #3

XII

“Los viajes marcan la existencia.

El antes y el después.

Lo que probablemente ocurrirá.

Pero, lo que más cuesta comprender, es que, sin importar el rumbo de los acontecimientos, aquello no tiene retorno.

Pues, el final se halla demasiado próximo como para analizar los porques. Pese a que los sinsabores quedan. Sin embargo, al analizar los cuestionamientos de la mente, estos hacen plantear incógnitas que al final ninguna sirve, ya que cuando te aleja de lo amado lo único que forma es una pérdida de tiempo que a la larga no se tiene.

Y por ende no se puede desaprovechar, porque hoy se está vivo, pero no se sabe mañana.

Y en ese último, ni siquiera se tiene ánimos, mucho menos fuerzas para cavilar.

 

✧♚✧

 

Londres – Inglaterra.

Puerto de Plymouth.

Febrero de 1808…

 

Dos meses.

Habían pasado dos tortuosos meses.

Una larga espera que por fin estaba rindiendo sus frutos, pues tras ir con el Rey dándole a conocer la supuesta prueba que estaba esperando sin presionar, especificándole los pasos que se llevarían a cabo y que su propia esposa se pusiese de carne de cañón sin si quiera hacer el amago de detenerle, recibiendo el aval de aquel cerdo, cansado de todo, es que Alexandre había pasado los últimos meses a la espera de lo que acontecería.

Intentando por todos los medios de no pensar.

De no poseer tiempo para ella.

De no estar en el mismo lugar en soledad.

De solo hablar lo específicamente necesario.

Inclusive le había dejado la potestad para que el decidiera sobre lo que se haría con los niños, no queriendo importunarle, alegando con Carmen como intermediaria, que lo que decidiera seria de su completo acuerdo.

Siendo su última palabra, aunque no estuviera muy de acuerdo, con el que su hijo siguiera procurando a su madre de cerca teniendo que embarcarse con él a aquella odisea, mientras Bette se resguardaba con los Rothesay, teniendo el grado de sensatez necesaria para no darles más preocupaciones, prefiriendo ayudar a Ángeles con los trillizos, al querer averiguar el porqué de su comportamiento peculiar, hablando de la intriga que sentía en cuanto a sus personalidades.

Sin contar con las mellizas, que al ser tan vivaces le darían con que entretenerse un par de semanas, dejando de lado a Freya, que pese a sus ruegos no quiso estar en su residencia el tiempo en que estarían ausentes, siendo esta vez intermediario Adler, al no querer verse mutuamente, por obvias razones obteniendo de la pequeña un:

«Tío Adler, infórmale a tía Freya que le perdono cualquier cosa, pero las diferencias se vuelven irreconciliables cuando se mete con mi Reina. No debió tocarle nunca, porque si ella la perdona, aunque mi tía se hace la digna, no significa que sea yo actúe de la misma manera que mi madre.

Yo no soy tan buena.

No olvido»

Amaba a su tía, pero Babette adoraba con cada fibra de su ser a la mujer que la trajo al mundo.

Idealizándola.

Casi creyéndole un sueño.

Así que, no se podía simplemente mancillar algo que para ella era tan puro, cuando la sola idea de ensuciarlo le causaba repulsión, pese a que en el pasado hizo el intento de aborrecerla, pero estar con Javier de alguna manera le abrió las entendederas.

En todo caso, tras los acontecimientos anteriores, ahí estaban.

En una embarcación a punto de zarpar, esperando que la madrugada se disipara con los primeros rayos del sol.

En soledad, puesto que al ser aun de madrugada la proa se hallaba casi desierta.

Decidiendo ser el primero en internarse al barco, después de ver como Luisa besaba la frente de su primogénito tras dar las órdenes a los lacayos de ubicar los baúles en el barco, encargándoselo a Bristol al ver que él no tenía paciencia para lidiar con el rubio, y el juego que traía con Belmonte. Acechándose por una razón oscura, en la que no le apetecía ahondar.

Jugando al gato y al ratón, no midiendo los alcances.

Suspiró con pesadez, mientras de su abrigo se secaba un puro, que había guardado con cautela en este procediendo a olerlo para acto seguido cortarlo sin floritura y encenderlo.

Necesitaba una calada para serenarse.

Tenerla cerca era un suplicio, cuando era el calmante de todas sus dolencias y se negaba a poseerla a su lado, por el simple hecho de no querer reconocer que no necesitaba perdonarle algo, que viéndolo de manera objetiva tendría que agradecerle por el resto de su existencia.

Sin embargo, la omisión fue lo que no le dejó cruzar la puerta que conectaban sus aposentos en esas semanas.




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