Desde que tengo memoria, mi vida ha sido un rompecabezas incompleto, donde la pieza más crucial siempre parece estar perdida. Desde el momento en que nací, el diagnóstico de insuficiencia cardíaca se convirtió en una sombra que se cernía sobre mis padres, marcando el inicio de una lucha interminable. Para ellos, tener un bebé que podría partir en cualquier instante fue un golpe devastador. El hospital se transformó en mi hogar, un lugar donde las risas infantiles y los juegos al aire libre eran solo ecos lejanos. En lugar de correr por un parque de atracciones, pasé mis días conectada a máquinas, recibiendo tratamientos y enfrentando quimioterapia.
Mi infancia fue un ciclo de hospitales y soledad, así que mis padres decidieron educarme en casa. Aunque el amor de ellos siempre fue incondicional, su ausencia en el mundo exterior me dejó un vacío profundo. Ellos tenían un pequeño negocio de comida que luchaba por sobrevivir mientras trabajaban incansablemente para cuidarme. A los diez años, logré ingresar a la primaria, pero la vida no me permitió ser como los demás niños. A pesar de las limitaciones, con mi amabilidad y una sonrisa sincera, hice amigos que se convirtieron en mi refugio.
Durante algunos años, estuve estable gracias a una cirugía que prometía un nuevo comienzo. Sin embargo, esta mejora tuvo un alto costo: mis padres se hundieron en deudas tras pedir préstamos exorbitantes para costear mi tratamiento. Perdimos el restaurante y, con él, la estabilidad que una vez tuvimos. Ver a mis padres esforzarse tanto para salir adelante me llenaba de tristeza; solo deseaba poder darles la vida que merecían.
A pesar de las adversidades, la educación se convirtió en mi salvación. Amaba estudiar, y los cómics alimentaban mis sueños de romance y aventuras. Imaginaba conocer a un chico guapo que me llevara a un mundo donde la enfermedad no existiera. La esperanza se convirtió en mi motor, incluso cuando mis días en la escuela eran interrumpidos por crisis de salud.
En la preparatoria, mi vida parecía tomar un giro inesperado. Me convertí en una chica popular, admirada por mi amabilidad, inteligencia y belleza. Con mi largo cabello negro y ojos azules, gané premios como mejor alumna y terminé mis estudios con una beca para una universidad prestigiosa. Era un logro monumental, alcanzado sin siquiera haber tenido que enfrentar el examen de admisión.
El verano antes de comenzar esta nueva etapa debería haber sido un tiempo de celebración, pero mi salud se deterioró rápidamente. A medida que mis sueños se acercaban, sentía que el destino me jugaba una mala pasada. Las rutinas diarias se convirtieron en una repetición monótona de medicamentos y dispositivos conectados a mi cuerpo. Miraba por la ventana de mi habitación, observando a los jóvenes disfrutar del sol y la libertad, deseando ser parte de ese mundo vibrante.
Una tarde, mientras leía uno de mis cómics favoritos, un dolor agudo atravesó mi pecho. Mi corazón parecía detenerse y el aire se me escapó. Antes de darme cuenta, caí desmayada. Mis padres llegaron corriendo y me llevaron al hospital, donde la noticia que temía se hizo realidad: el tiempo se estaba acabando.
En ese instante, comprendí que mi vida era más que un rompecabezas incompleto; era una lucha constante por encontrar la pieza que encajara en medio del caos. Y aunque la incertidumbre me rodeaba, aún albergaba la esperanza de que algún día podría completar mi historia.
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Editado: 20.11.2025