CONTIGO NADA. SIN TI… PEOR.
Por Noelia Arlo.
Mi nombre es Naomi Amorim Llépez. Nací en México, D.F. la mañana de un lluvioso día del verano de los últimos años de la década de los setentas. Mis padres tenían complejo de gitanos y parecía ley en la familia realizar algún cambio importante anualmente, por lo que no había objeto, casa o auto que se hiciera viejo a nuestro lado.
Salimos de la capital en 1980, inmediatamente después de mi graduación del kínder, con rumbo a Reynosa, Tamaulipas. Ahí inicié la educación primaria sin tener el privilegio de pasar dos años seguidos en el mismo plantel: Primer año lo cursé en el colegio “Reforma” y segundo en el instituto “Allende”. Para el inicio del tercer grado, que es en donde comienza mi narración, ¡ya nos encontrábamos en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas!
Yo me encontraba confusa y molesta con semejante cambio: Habíamos vivido tres años en la misma casa, eso ya era un récord, y me pareció descabellado que se plantaran frente a nosotras y nos anunciaran como si nos hubiésemos ganado el premio mayor de la lotería que en una semana nos mudábamos a Chiapas, que nuestra casa ya había sido vendida. Me pareció una burrada y lo expresé pero como era una niña de ocho años mi opinión no fue pedida ni escuchada. Mamá empacó lo más básico de nuestra ropa y objetos personales y, efectivamente, a los ocho días, partíamos en nuestra vagoneta Galaxy ´84 dejando atrás a nuestros vecinos y mejores amigos: Xóchitl y Tizoc y la vida que había empezado a tomar el sentido del criterio propio para realizar un aventurado, largo y tedioso viaje por carretera desde el norte hasta el sureste de la república.
Me encontré de pronto inmersa en un clima cálido húmedo que me hacía sudar como llave de agua abierta, pero me consolé degustando esa comida que presentaba una gran variedad de sabores, condimentos y delicias al paladar. Descubrí maravillosos guisos horneados, enormes tamales envueltos en hoja de plátano y una fantástica bebida llamada "pozol" que refrescaba inexplicablemente con su simple preparación a base de maíz y cacao molidos. También me encontré con que la gente hablaba muy extraño, con un cantadito muy simpático y veloz; a algunos era casi imposible entenderles. Decían “vos” en vez de “tú” y pronunciaban acentos al final de los verbos (“Mirá”, en vez de “mira”). También usaban mucho las manos al hablar y hacían gestos muy curiosos.
El carácter de urgente de la mudanza se debió a que papá había aceptado la invitación de formar parte del gabinete de su mejor amigo de la infancia, y compadre, que acababa de ser elegido presidente municipal de Ocozocuautla, “Coita”, Chiapas. Estaba doblemente feliz: Por una parte, estaría de nuevo en su tierra natal. Por la otra, por fin podría hacer carrera política como siempre había deseado. “¡Finalmente, le haré justicia a mis estudios de ciencias políticas!” decía, emocionado.
Lo primero que hicieron cuando llegamos, después de instalarnos provisionalmente en una de las casas del tío Miron, hermano de papá, fue buscarnos escuela. Nuestra educación académica les preocupaba sobremanera. ¡Ni pensar en faltar un día a la primaria! Así que, como era costumbre, para el inicio de clases estábamos listas con uniformes y todo. Mi hermana y yo fuimos inscritas en la escuela primaria “UNESCO”.
Tamara, mi hermana menor que yo por dos años, era más frágil, física y emocionalmente, que yo: Se enfermaba mucho, con cualquier brisita pescaba fuertes resfriados y padecía altas temperaturas. Nuestros padres se preocupaban mucho por su salud y constantemente la llevaban a revisiones con el cardiólogo en turno ya que tenía un soplo en el corazón que, por fortuna, desapareció en su adolescencia. Yo compartía silenciosamente con ellos esa intranquilidad. Creía que por eso ella era tan sensible: Lloraba por todo sin exhalar sollozo alguno, cosa que nos sorprendía enormemente. Su aspecto, aunque lánguido, era muy agraciado y aclamado pero a nosotros, su familia, tanta vulnerabilidad nos inquietaba y la sobreprotegíamos sin cesar...Ese primero de septiembre fue su turno de estrenarse en la primaria y estaba asustadísima la pobre.
Ese día se quedó permanentemente grabado en mi memoria por dos razones: La primera, la sensación de desasosiego que experimenté en esa escuela. Veníamos de vivir tres años en la frontera con estados unidos. Mi hermana había aprendido a hablar allá. Por mi parte, aprendí a leer, escribir y mi conciencia despertó allí, de manera tal que los modismos y la media lengua “pocha” (Forma de hablar muy habitual en la frontera de México con EUA en que se mezclan el español y el inglés) eran irremediablemente parte de nosotros. Nuestros nuevos compañeritos de clases no nos perdonaron ese asunto. Se burlaron y nos señalaron abiertamente desde el primer momento. Durante el recreo, mi hermanita llegó a mí corriendo muy agitada, me abrazó y se echó a llorar. Yo también estaba muy nerviosa pero me vi en la necesidad de portarme como lo que era: una hermana mayor. No tuve más remedio que animarla, tratando de creer con todas mis fuerzas que lo que le decía era cierto, que íbamos a estar bien. Tamara se tranquilizó. Nos tomamos de las manos y decidimos recorrer nuestra nueva fuente de tortura.
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Editado: 28.04.2018