¡contigo no!

Capítulo 1

Capítulo 1

 

Miré la puerta acristalada del taller, pensando seriamente en darme cabezazos contra ella. Busqué mi móvil en mi enorme bolso. Es cierto eso que dicen, el bolso de una mujer es todo un misterio, encuentras cosas que no recordabas tener, o al menos ese era mi caso. Solté un largo suspiro cuando mis dedos tocaron el iPhone. Lo saqué y busqué en la agenda el número de mi salvador.

—¿Mimi? —contestó con voz soñolienta—. ¿Qué has roto ahora?

Resoplé por la bromita de la que siempre era víctima. Carlos me la repetía una y otra vez.

—Todavía nada. Pero como no vengas pitando al taller, lo primero será tu cabeza —le advertí con los nervios a flor de piel.

—Déjame adivinar ¿Has vuelto a olvidar las llaves?

Carlos me conocía mejor que nadie, independientemente de si aquello era bueno o malo, sabía qué clase de desastre era.

—Sí —respondí con la boca pequeña.

—Definitivamente no tienes remedio. No te olvidas la cabeza porque la llevas pegada al cuerpo —suspiró como el padre que está cansado de repetirle a su hija siempre la misma cantinela—. Me visto y voy.

Me reí para mis adentros a la vez que colgaba. No iba muy desencaminado. Yo, en lugar de perder una aguja en el pajar, perdería la paja. Por eso adoraba tanto a Carlos, era todo lo contrario a mí. Era demasiado controlador, todo lo quería ordenado y en su sitio. En un tiempo yo había sido así, siempre pendiente de que todo estuviera organizado, acorde con la vida que llevaba. Supongo que esa fue otras de las cosas que perdí por el camino.

Me senté en uno de los bancos del paseo, observando mi taller con orgullo. El modesto cartel en tonos dorados con la inscripción de “Diseños Rivas” destacaba en la fachada. En los escaparates los maniquíes permanecían congelados con mis vestidos, mis diseños. Me había costado muchísimo, pero después de más de siete años, el sudor y las lágrimas al fin parecían dar sus frutos.

El olor a chocolate inundó mis fosas nasales. Mi boca se hizo, automáticamente, agua. Me repetí el mismo mantra de siempre “no puedes. No debes”. Miré el local de dónde provenía el dulce aroma y maldije para mis adentros. ¿Por qué tenía que haber elegido esa calle con la tienda del pecado justo en frente? Como si no hubiera más calles en Madrid. El chocolate, y sobre todo el suizo, era mi debilidad.

Como todas las mañanas fui víctima de un debate interior:

Los pantalones nuevos.

Dulce chocolate suizo.

Talla 38.

Exquisito chocolate suizo fundiéndose en mi boca.

La dieta.

Choco….

Me levanté, jurándome a mí misma que tendría que quemar hasta la última caloría en el gimnasio. Aquella tienda era como el paraíso incluso para Willy Wonka. Las paredes de madera avejentadas en tonos cremas, los suelos de parquet, y las vitrinas de cristal donde se hallaban los dulces, pasteles, bombones… parecían hablarme y pedirme que los comprara. Gracias a mi parte sensata (si es que acaso la tenía) solo me llevé dos tabletas de diferente tipo de chocolate y las guardé en el bolso, no sin antes llevarme una brizna a la boca.

Sí, me sentía culpable por nuevamente saltarme la dieta, pero ya me castigaría haciendo Pilates o cualquier tortura que se le ocurriera a Paul, un polaco con muy mala leche, de metro noventa y cuerpo musculado. Había momentos en los que llegaba a pensar que me odiaba, sobre todo cuando en pleno circuito americano me gritaba que era una tortuga o similitudes que, en lugar de animarme, me deprimían. Algunas veces pensaba en decirle que llamara tortuga a su abuela, pero la pobre mujer no tenía culpa de tener a un nieto tan antipático, además, a ver quién le decía algo a aquel armario empotrado con cara de malas pulgas. No obstante, debía darle gracias; gracias a él y a su exigencia había podido conocer lo que era la talla 40, y abandonar la 54.

Otra de las cosas que había dejado por el camino: mi sobrepeso.

Me senté de nuevo en el banco para esperar a Carlos mientras arrancaba otra porción de chocolate y me la comía a salud de un pasado que gracias a los cielos había podido dejar atrás.

—¿Tú no puedes aguantar un día sin comer porquerías? —me regañó mi querido amigo, pillándome con las manos en la masa.

Me giré para encontrármelo detrás de mí. Su pelo castaño, como siempre, perfectamente peinado hacia atrás. Sus cejas depiladas, no demasiado, pero lo suficiente para que desaparecieran los pelitos que sobraban. Los ojos castaños con unas largas y envidiables pestañas. Los labios gruesos, típicos de un latino. Y un cuerpo de escándalo que muchas y muchos deseaban. Vestía con un polo rosado, pantalones vaqueros y unas preciosas zapatillas Converse que yo le había regalado, tuneadas por mí.

Puse mi mejor cara de inocencia, esa que pones más para pedir clemencia que para demostrar tu inocencia.

—No tienes idea de lo duro que es. —Hice un puchero, pestañeando de forma exagerada y añadí—: La tienda me grita “Mirian, entra y compra” Es muy duro.

Carlos aguantó la risa lo mejor que pudo, pero al final terminó carcajeándose. Él también tenía que aguantar la tentación para no caer en las garras del cacao. La diferencia era que él era más fuerte que yo.

Entramos en mi querido y amado taller, el que tanto, tantísimo, me había costado. Me encaminé directamente a mi despacho para ultimar los detalles de la que sería la reunión más importante de mi vida. Todo tenía que salir a la perfección, no había cabida para los errores. Si conseguía aquel contrato diseñaría el vestuario de una de las películas de Hollywood y, por ende, tendría las puertas abiertas para algunas de las pasarelas más importantes del mundo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.