¡contigo no!

Capítulo 3

Capítulo 3.

—Te dije que no deberíamos haber venido —le espeté a Carlos cogiéndolo por sorpresa.

—¿Perdona? —preguntó sarcástico, con la boca llena de canapés—. ¿Y perderme esto?

Puse los ojos en blanco cuando levantó la mano en la que aguantaba la copa de Don Pernigón.

—Paul te torturará.

La última vez que habíamos tenido una cena, donde Carlos se había puesto morado a champagne y canapés, se sintió tan culpable que se lo contó al polaco de malas pulgas, y este le hizo correr unos diez kilómetros. Ese día disfruté como una niña pequeña, observando como mi querido amigo le rogaba al grandullón piedad. Siempre era yo quien terminaba castigada y por una vez que no era así me alegré de sobremanera.

Me miró aterrorizado, soltó la comida y la copa como si le quemaran. Se acomodó en la butaca y pidió un vaso de agua al camarero, no sin antes guiñarle el ojo.

—Mañana, casualmente, estaré enfermo.

—Ni de coña. Tú irás mañana, como si tengo que llevarte a rastras hasta el gimnasio. —le advertí, señalándole con el dedo índice—. Además, mañana irá Zami con nosotros.

El rostro se le iluminó. Sabía que con Zamara delante, Paul no sería tan duro. Al polaco se le caía la baba por nuestra amiga, pero siempre recibía una negativa a sus insinuaciones. Y no es que a Zami no le gustara, es que se hacía de rogar. Como decía ella “Que se arrastre. Yo valgo mucho para caer con cuatro palabras bonitas y unas flores” .

—Está bien. Entonces iré —sentenció de forma aburrida, ocultando que en verdad le encantaba ver a Paul, aquel mastodonte rubio, babear por Zamara—. Oye, ¿Has visto a Mattew? —En sus ojos marrones brilló la diversión.

Suspiré. Me senté a su lado y pedí un whisky doble. Lo necesitaba con urgencia. Todavía me temblaban las piernas. Sabía que pasaría, ese hombre con solo una mirada me atolondraba, aunque imaginaba que a todas las féminas que estaban en aquella fiesta les pasaba lo mismo.

—Sí. Para mi desgracia, lo he visto.

Le di un largo trago a mi copa en cuanto el camarero me la entregó. El alcohol consiguió relajar mis músculos tensos.

—Ya… para tu desgracia. Claro. —Esa noche mi amigo estaba demasiado sarcástico. Se arrimó a mí, era su manera de decirme “escúpelo ya”—. ¿Te ha dicho algo de los mensajes?

—No debiste enviarle aquel maldito mensaje —refunfuñé.

Si mi querido amigo no hubiera metido sus narices, yo no me tendría que haber sentido tan avergonzada al encontrarme con Bennett. No tenía idea de cómo podía seguir fingiendo indiferencia de forma tan creíble. ¡Por el amor de Dios! Uno de los hombres más impresionantes del planeta tierra (sino el más) me había preguntado cuanto tardaría en follarme. Solo recordarlo me recorría un calor que se instalaba entre mis muslos, y el que combatía a base de recordarme lo capullo y gilipollas que era.

—No. No me ha dicho nada —dije con calma—. Y más le vale que siga con la boquita cerrada.

—Mimi, me estás preocupando. —Giré mi cabeza y me encontré con un dramático Carlos—. El tío más bueno de este mundo te quiere llevar a la cama y tú lo rechazas ¿Es que has cambiado de acera y no me he enterado? ¿O te has vuelto asexual?

Le dediqué una mirada de advertencia, a la que ignoró soltado una carcajada.

—Ni soy lesbiana, ni asexual. Pero no me voy a acostar con un capullo como Matthew. No pienso ser la responsable de que su ego crezca más, si eso es posible. —Mi cara se tiñó de rojo al ver que la gente que se encontraba mi lado me miraba. Había hablado más alto de lo debido.

—Es una pena. —Mi cuerpo se tensó al escuchar aquella voz.

Llené mis pulmones y me volteé para enfrentarme a su mirada penetrante, en la que solo existía la diversión. La comisura de su labio se levantó al ver mi expresión. “Tierra trágame”, pedía a gritos silenciosos.

—Señor Bennett —lo saludó Carlos, al notar que me había quedado muda—. Es un placer volver a verlo.

—Lo mismo digo —respondió sin tan siquiera mirarlo. Sus ojos estaban puestos en los míos.

—Esto… Bueno. Mimi. ¿Vamos a buscar mesa?

Todo el aire que contenía fue liberado.

—Si me disculpa —le dije con la voz aguda por culpa de los nervios.

Él y su metro ochenta y ocho de altura, no se movieron ni un milímetro. Seguía atravesándome con su mirada. Intenté levantarme de la butaca, pero no me lo permitió. Giró su cabeza para dirigirse a Carlos.

—¿Le importaría ir usted? Tengo un asunto pendiente con la señorita Rivas.

Miré a mi amigo, rogándole que no me dejara sola con aquel hombre. Tal y como imaginaba me dedicó una sonrisa y se marchó. Me prometí que le cortaría las joyas de su corona y se las haría tragar.

—Es de muy mala educación rechazar un halago, señorita Rivas. —Cada vez que pronunciaba mi apellido con aquel acento británico me derretía.

Pareció notarlo, porque su media sonrisa se ensanchó y unas graciosas arrugas bajo su ojo derecho aparecieron, junto a su cicatriz. ¿Por qué demonios tenía que ser tan condenadamente perfecto? Solo bastaba con mirarlo para que se me cayeran las bragas. Pero estaba más que decidida a ser fuerte, a no dejarlo meterse entre mis piernas, aunque su sonrisa me lo pusiera difícil.

—Ya le he dicho que se lo ahorrara para quien quisiera escucharlos. —Me fascinó sonar tan segura, cuando me temblaban hasta los pelos de la cabeza.




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