Ingrid se despertó y se encontró sola sobre su cama. Se levantó deprisa a buscar a Darío, pero él ya había emprendido viaje al trabajo. Ingrid vio el calendario sobre el buró junto a la cama y corroboró que era abril. Por algún motivo sin sentido tuvo la sensación de que había dormido por tres meses completos luego del fiasco de la cena romántica. Por el momento se olvidó que los días antes de aquella noche, estuvieron siempre repletos de actitudes predecibles. Todo fue transcurriendo tan lento que Ingrid se debilitó físicamente como nunca antes. Parecía que la rutina le había robado hasta el espíritu de seguir viviendo una vida que no era para ella. Pero dejar a Darío no era una solución; no quería hacer lo mismo que hizo su madre.
Darío estaba la mayor parte del día trabajando como de costumbre. Y cuando volvía a casa se miraba ausente, despistado.
Ingrid, buscando con desespero maneras de llamar su atención, recurría con frecuencia a vestirse con ropa diferente, peinarse de otro modo, y también a hablar de otra forma. Habría sido encantador que Darío lo notara. Pero ni por un segundo él volteaba a mirarla.
Ingrid se había resignado a que quizá pasaría demasiado tiempo para que él volviera a besarla como la primera vez, si es que alguna vez quisiera volver a hacerlo.
Pero aquella mañana una inexplicable esperanza le cubrió el pecho. Como si se tratara de amnesia, o pérdida de memoria voluntaria, se juró que su matrimonio era lo mejor que le había pasado en la vida y que básicamente era su razón de existir. Ella vivía para él en la constante muerte de su alma exhausta.
Después de vestirse con rapidez, recordó que debía ir a visitar a la abuela. Y se imaginó junto a ella, yendo de compras al mercado y charlando con la alegría que desbordaban las palabras acertadas de su abuela.
En los últimos meses, la abuela le contaba sobre un hombre que había conocido en un bazar, e Ingrid estaba interesada en conocer a tal individuo. Además le fascinaba la puerilidad con que su abuela describía al hombre, imaginando que tal vez así mismo se había enamorado del abuelo en sus años de juventud. En un momento, una imagen de su padre llegó a su memoria. La nostalgia casi se apoderó de su ánimo, pero se forzó a recordarlo exactamente como la abuela se lo había descrito siempre; con una sonrisa perdurable y la esperanza constante de seguir adelante.
Al salir de la habitación, se sintió presionada a ver el cuadro de la madre de Darío. Y a diferencia de las otras veces, examinó la imagen de la mujer. Le pareció lindo el chongo en el que tenía recogido sus cabellos negros con mechones plateados de canas y el pequeño listón rosa que le adornaba el peinado y la hacía parecer una niña vieja, sentada en una banca en una plaza a la que algún día Ingrid y Darío la llevaron a comer helado de fresa. Su expresión era tan feliz como nunca lo fue en realidad, rasgo que hizo que Ingrid enmarcara aquella fotografia y la colocara donde siempre podía verla. Sus manos estaban sobre su regazo y sus brazos estaban bajo el chal café que Ingrid le regaló en una de tantas visitas al asilo. El escenario detrás estaba compuesto de flores las cuales Ingrid ignoraba sus nombres, y un perro que casualmente sonreía también; mostrando sus dientes afilados y su lengua escurriendo de saliva.
«En paz descanse, suegra». Pensó antes de dirigirse a la cocina a preparar agua de horchata; la favorita de la madre de Darío. Siempre que la recordaba hacía algo que ella solía hacer, y aunque Ingrid estaba consciente de que no podría hacerlo tan bien como ella, ese no era motivo para no traer sus vivencias de vuelta al presente.
De la alacena sacó la leche condensada y la avena, junto con una pequeña bolsa de azúcar. Alistó la licuadora y batió hasta que lo creyó necesario.
Del gabinete sobre la estufa tomó una jarra de vidrio y vertió la mezcla de avena en ella. Agregó agua y añadió el azúcar. Movió con un cucharón y tomó un vaso del gabinete. En lugar de tomar la jarra y servirla en el vaso, tomó el cucharón y sirvió tres veces hasta que el vaso se llenó. Su experiencia con aquella jarra era que siempre vertía su contenido sobre el piso o la superficie dónde estuviera la jarra, menos en el vaso. Olió el aroma de la avena molida y caminó hasta estar frente al cuadro de la madre de Darío. Extendió el vaso en señal de brindis y bebió con gusto. Ingrid no se daba cuenta que cada vez que se sentía abandonada hablaba con la madre de Darío; ella creía que de vez en cuando era bueno recordar a su suegra, pero no sabía porqué le apetecía echarla de menos.
Bebió el agua y dejó el vaso sobre el comedor. Fue a la habitación y se puso la chaqueta de cuero. Tomó las llaves del perchero detrás de la puerta y salió de la casa. Al cerrar la puerta vio un automóvil estacionado frente a la casa gris. En su interior se podían vislumbrar maletas y zapatos. Quizá ahora sí se trataba de los dueños. Ingrid, en un momento fugaz de extroversión, pensó en ir a darles la bienvenida, como lo hacían los vecinos en el antiguo lugar que dejó para ir a vivir con Darío. Pero el impulso pasó más pronto que una paloma volando por los cielos despejados. Ingrid caminaba sobre la banqueta cuando un perro de tamaño pequeño salió corriendo de algún escondite y le olfateó los pies, como si tratara de investigar algo sobre ella. Ingrid se asustó cuando el animal se acercó a prisa, pero al ver que no era agresivo lo acarició en el puente de la nariz y los ojos y siguió su camino. Las calles estaban tan solas como de costumbre, pero esta vez se podía percibir paz en el atardecer.
Ingrid pensaba en Darío mientras caminaba. Porque a diferencia de otras ocasiones en que ella se quedaba dormida, él al menos la despertaba para despedirse. Ingrid solía pensar tanto las cosas que siempre acababa sacando conclusiones de la trama de una película.
Aunque ésta vez tenía algo de razón al pensar que Darío comenzaba a sentirse estrujado por su presencia.