Darío no llegó a casa el día que Ingrid volvió a ver a la niñera. Ingrid estuvo esperándolo toda la noche, paseando de la sala al comedor y a la habitación, esperando matar el tiempo hasta que Darío apareciera. Se quedó despierta hasta las cinco de la mañana, independientemente de que no tenía sueño, sabía que si lograba quedarse dormida podría pasar algo crucial. Tenía miedo de que le hubieran hecho daño como la otra vez, pero no recibió ninguna llamada confirmando sus sospechas. La vista al vecindario estaba más que lúgubre, dejando a relucir la oscuridad entre las casas. Ingrid extrañó a Arcelia cada diez minutos que veía la casa gris por la ventana, notando la ausencia de señales de vida ahí dentro.
En desespero, Ingrid se puso una bata de pijama y salió a sentarse en la banqueta, esperando que Darío llegara súbitamente. Unos segundos después de que el frío le causara tos, se puso de pie, pero decidió a ir a tocar la puerta de Arcelia, albergando la esperanza de que ella apareciera detrás de la puerta y la acompañara, que la hiciera sentirse mejor contándole cómo la había pasado con su hijo o alguna cosa que quisiera charlar con ella para sentir que el tiempo pasaba más rápido.
Al cruzar la calle notó la luna en el cielo aún oscuro. Se puso de pie frente a la puerta y la tocó suavemente un par de veces, pero nadie atendió.
Ingrid se sintió sofocada de golpe, tosiendo con dolor en la garganta y sintiendo que se le cortaba la respiración. Quiso volver a casa pero las piernas le flaquearon y se derrumbó sobre sus rodillas. Apoyó las manos en el pavimento sucio y en el momento que sentía que la tos era más fuerte que ella, expulsó una mucosidad de color extraño. Antes de que pudiera ver la mucosidad claramente, los ojos se le llenaron de lágrimas y la vista se le nubló. No estaba llorando, algo interno la obligaba a expulsar lágrimas. En un momento dejó de toser, sintiendo un insoportable dolor de cabeza. Se sostuvo la frente y estaba tan fría como sus mejillas. En un mareo perdió la consciencia, quedando recostada de lado con los ojos entreabiertos, preguntándose por última vez si Darío estaba bien.
***
La madre de Darío estaba frente a Ingrid, sosteniendo en sus manos un cono con helado de fresa, sentada en la banca de una plaza en pleno atardecer, sonriendo como una niña pequeña.
Ingrid la apreció por unos momentos, imaginando cómo habría lucido cuando era joven. Podría apostar que era hermosa, ya que aunque su piel estaba marchitándose, aún conservaba el aura de una mujer elegante.
Darío estaba junto a Ingrid, tomando su mano mientras ambos comían helado.
La madre de Darío hospedaba una felicidad particular; hacía mucho tiempo que no salía a recibir la luz del sol fuera del asilo. Su vida había sido difícil desde que enfermó, y se complicó más cuando ella decidió que no quería quedarse en casa de ninguno de sus tres hijos. «No quiero ser una carga para nadie». Repetía siempre que Darío e Ingrid intentaban convencerla para ir a vivir con ellos.
La madre de Darío tenía menos de cincuenta años, pero su cuerpo parecía el de una mujer de setenta. Ingrid sabía que sus tres embarazos fueron de alto riesgo, y que después de contraer la enfermedad, su salud se deterioró a pasos agingantados.
Cuando el padre de Darío murió en un accidente de trabajo, la madre de Darío perdió la esperanza en la vida. A pesar de eso no quería rendirse, pues sus hijos aún eran jóvenes, y ella anhelaba verlos crecer y ser testigo de sus triunfos y fracasos en los altibajos de la vida. Quería estar ahí para ellos cuando la necesitaran, pero Darío a la edad de veintitrés años, siendo el mayor de sus tres hermanos, se casó con Ingrid y ambos fueron a vivir a otra ciudad, dónde un trabajo próspero lo esperaba.
A menudo la visitaban los fines de semana, hasta que los hermanos de Darío fueron a la universidad y dejaron de vivir con ella. Entonces la enfermedad la debilitó y ella terminó pidiéndole a Ingrid que la llevara al asilo. Darío se puso furioso cuando Ingrid le mencionó que su madre estaba ya en el asilo, y que su casa estaba sola.
Ingrid lo llevó a ver a su madre, e inmediatamente se calmó cuando la vió bien atendida y jugando a las cartas con otros ancianos. Ingrid pensó que los asilos no eran lugares para personas de la edad de la madre de Darío, pero la señora terminó ingeniándoselas para que la aceptaran. Aquel día hizo que una enfermera sintiera compasión por ella al contarle que sus hijos ya no estaban para cuidarla y que cada día se sentía peor, y aunque en cierta forma era cierto, la verdad absoluta era que quería entrar al asilo para tener alguien con quien pasar los días.
Ingrid la visitaba con más frecuencia que Darío. A veces ella se escapaba de casa cuando Darío trabajaba hasta tarde y la veía divirtiéndose con sus nuevas amigas. Lamentablemente tenía un aspecto más avejentado y débil cada visita. Ingrid regresaba llorando después de visitarla, porque no le gustaba ver que ella estaba perdiendo las ganas de seguir viviendo. Los doctores a los que visitaron les dieron la noticia de que la enfermedad estaba muy avanzada y ya no se podía hacer más que darle medicamentos para calmar los síntomas, pero la enfermedad tarde o temprano acabaría por consumirla.
El atardecer en el parque, la madre de Darío veía a Ingrid como si fuera su propia hija, recordando que le había caído muy bien desde que la conoció. Ingrid siempre le había parecido una buena niña, callada y educada, pero también tan alegre como para contagiar con sus gestos pueriles.
La observaba sosteniendo su cono de helado al tiempo que sujetaba la mano de Darío, sonriendo mientras ambos veían a los niños correr de un jardín a otro.
Un hombre con una cámara se les acercó y habló con ellos un poco, después el hombre se acercó y le tomó la fotografía a la madre de Darío, después tomó una fotografía de ellos dos y al último una de los tres juntos. El fotógrafo le dió a Ingrid una tarjeta con su número y su dirección, prometiéndole que tendría las fotografías listas en un par de días. Aquella tarde llegó a su fin cuando la madre de Darío comenzó a sentirse mal. Darío cargó a su madre hasta el auto e Ingrid viajó junto a ella en el asiento trasero, preguntándole por anécdotas del asilo para hacerla pensar en otra cosa y tratar de desviar su atención del malestar. La madre de Darío no quería hablar sobre el asilo, quizá estaba cansada de que su vida, la misma vida que alguna vez le había pertenecido a la libertad, ahora le perteneciera a las mismas murallas en las que lamentablemente se sentía a salvo.