Cierta vez escuché que los amores de verano eran los más hermosos que se pueden vivir; te invitan a experimentar con intensidad, a probar cosas nuevas sin temor. Pero solo son eso: un amor que dura un verano. Y era divertido escuchar como mis amistades narraban sobre sus idilios, sobre lo guapo y encantador que era el chico con que salieron solo ese corto par de semanas, pero... ¿podrías encontrar el amor, enamorarte en tan corto tiempo? Yo no lo creía así. Opinaba que el amor debía ser cultivado en la cotidianidad, que con el tiempo este iría tomando la fuerza necesaria para sobrevivir, para florecer y convertirse en una hermosa e inagotable experiencia. Lo cual en quince, dieciséis o veinte días era casi imposible.
Comúnmente mis vacaciones de verano las pasaba con mi familia, no éramos la más unida, la más divertida que hacia parrilladas los fines de semana o que salían de excursión a otros lugares. Sino que tachábamos en lo común: salidas al supermercado, una tarde o noche en el cine, visitas a los abuelos y peleas cada dos por tres. En fin, nada para poder envidiar. Pero ese año fue la excepción: decidí darme un respiro y mi mejor amiga y compañera de cuarto me brindó la oportunidad exacta. Ella era todo lo contrario a mí: bajita, piel blanca casi papel, cabello dorado y brillante como los rayos del sol en primavera, ojos grises y con un cuerpo un poco más proporcionado que el mío, era robusta pero sus curvas la ayudaban a verse como una abeja reina. Y yo... Más alta que el promedio lo cual dificulta el encontrar pareja que sobrepase mi porte, delgada, con ciertas curvas y protuberancias que ¡gracias al cielo!, hacían ver que era una chica, cabello a la altura de los hombros negro y laceo, piel color canela, sí, canela. Ojos grandes y amielados, una boca delineada y bien proporcionada. No era toda una beldad, pero estaba en cierta manera conforme con mi físico.
—Es increíble que hayas aceptado ir conmigo... —Rodé los ojos, no era tan aburrida pero si introvertida y pues Mariana Sandoval contrarrestaba esa parte de mi—... ¡Nos iremos de vacaciones! —canturreó feliz. Sonreí, estaba tan emocionada y yo igual, pero no lo demostraba con tanto ahínco como ella.
—Solo iremos tres semanas a la hacienda de tus tíos... —dije, tratando de ahogar su euforia. Esa era yo en acción. Soltó un bufido, y me miró con el ceño fruncido. Mordí mi labio inferior frenando una sonrisa—... es broma, a mí también me entusiasma la idea...
—Pues no parece —contratacó. Me encogí de hombros en respuesta—, solo sonríe más —dijo, señalando mi rostro. Hice una mueca, provocando que volcara los ojos—. Solo es un consejo, Sughey. No te caería mal hacerlo un poco, alguien podría enamorarse de ti por tu sonrisa... —Ahogué una risa. Me lanzó una almohada divertida, por mi falta de interés en conseguir pareja.
—Okay, lo intentaré —mascullé, moviendo mis pestañas.
El viaje fue por demás agotador, sin comentar que pasamos toda la noche del trayecto viendo películas en mi Tablet. Que al bajar del avión los ojos de ambas ardían y parecían haber sido inyectados con sangre. Los familiares de Mar —así le decía, era perezosa para pronunciar todo su nombre—, ya nos esperaban en las afueras del aeropuerto de Darstone, una pequeña provincia que estaba en el norte del país.
— ¡Bienvenidas a Darstone! —saludó un hombre con acento sureño, e iba vestido con botas, chaleco y sombrero. Abrazó a mi amiga con felicidad, luego hizo lo mismo conmigo. No era muy dada a las demostraciones de cariño, pero ahí estaba yo intentando. Los demás familiares se acercaron, todos a la vez, saludando con la misma emoción. Me agradaron de inmediato.
—Ella es mi mejor amiga Sughey... —Al escuchar mi nombre se miraron entre sí, no me sorprendió esa era la reacción de las personas al conocerlo. Y eso era una de las razones por las cuales me encantaba mi nombre—... pueden decirle Su. —Aferró mi brazo, posicionándome a su lado y comenzó a hacer las presentaciones: el señor que nos saludó al principio era su tío José, la verdad no esperaba otro nombre, estaba su esposa Matilde, sus primos Marcos de unos dieciséis años y Ruth de quince años. Toda la familia era muy parecida, sus acentos, su piel aunque era blanca ya estaba un poco curtida por el sol, pero los rasgos se asemejaban un poco a los de Mar.
Nos subimos a una enorme camioneta negra, casi me sentía toda una narcotraficante. Así, al estilo Pablo Escobar y todo. José, condujo por varias horas; estábamos muy lejos de la hacienda "La amada", nombre que me resulto divertido. Darstone era tal cual lo imaginé: llanura interminable, hombres a caballo por doquier, mujeres con jeans, botas y a caballo, niños con sombreros pequeños y niñas con trenzas o coletas, jugando. Todo era bosque o sembradíos de caña de azúcar, café o maíz. Nos internamos en una calle subalterna, la cual tal parecía estar techada por aquellos inmensos árboles, el clima era caluroso y las calles adoquinadas no ayudaban mucho a que la temperatura disminuyera. Gracias al cielo la camioneta contaba con un buen aparato de aire acondicionado. Pues de lo contrario estoy segura hubiese sacado la cabeza por la ventana, igual que lo hacía mi perro Bu que en paz descanse. ¡Ah mi Bu!