Contrato bajo el muérdago

Capítulo 1: Vuelo retrasado, destino cruzado

Narrado por Clara Ramírez

Londres olía a café, a nieve próxima y a prisas.

El aeropuerto de Heathrow era un caos organizado donde los abrigos parecían uniformes y las luces frías del techo daban la impresión de que todos estábamos atrapados dentro de un enorme refrigerador.

Yo solo quería una cosa: llegar a México.

No por vacaciones, sino porque mi madre ya había amenazado con convertir mi ausencia en tema de oración durante todas las posadas.

Tenía el cabello hecho un desastre, ojeras que gritaban “productora de cine sin dormir” y una maleta que pesaba más que mis ganas de fingir calma.

Mi vuelo había sido retrasado tres horas por “condiciones meteorológicas adversas”. Lo que, traducido a mi idioma mental, significaba: vas a perder la conexión a Puebla y tu madre te va a colgar en un nacimiento de utilería.

Suspiré, sosteniendo mi café como si fuera un premio a la paciencia.

Y fue justo entonces cuando alguien me empujó con la sutileza de un toro inglés.

El café voló, mi paciencia murió y el vaso aterrizó… en una chaqueta carísima.

Una voz grave, con ese acento británico que suena elegante incluso cuando dice cosas horribles, soltó:

—Bloody hell…

Levanté la vista.

Y ahí estaba.

Ojos azules, mandíbula perfecta, bufanda de diseñador, y una expresión de “el mundo debería girar alrededor de mí”.

El tipo más guapo —y más insoportable a simple vista— que había visto en meses.

—Lo siento —dije, aunque mi tono no sonó nada arrepentido.

—¿Lo sientes? —arqueó una ceja, mirándome como si yo fuera un insecto con café.

—Sí, pero no tanto como para comprarle una chaqueta nueva.

Él bufó, limpiándose con una servilleta como si fuera una tragedia nacional.

—Esto era Burberry. Edición limitada.

—Y yo soy Clara Ramírez, edición agotada. Encantada.

No sé qué parte lo irritó más: que no me disculpara de rodillas o que le hablara en inglés con acento mexicano sin miedo a equivocarme.

—No todos saben manejar un café, al parecer.

—Y no todos saben decir “disculpe” antes de atropellar a alguien con su maleta, al parecer.

Silencio. Miradas cruzadas. Chispas invisibles.

El tipo me observó de arriba abajo como si tratara de descifrar qué clase de amenaza representaba.

Luego sonrió. Esa clase de sonrisa que debería venir con una advertencia médica.

—Eres mexicana, ¿verdad?

—¿Y eso qué tiene que ver con tu café arruinado?

—Nada. Solo que… tienden a hablar mucho.

—Y ustedes tienden a escuchar poco.

Él rió.

Y fue un sonido tan inesperado, tan genuino, que me desconcertó.

Por un segundo, me pareció menos arrogante y más humano. Solo un segundo.

Hasta que habló de nuevo:

—Bueno, señorita Edición Agotada, si me disculpas, tengo un vuelo a Nueva York.

Y se giró, tan seguro de sí mismo que me dieron ganas de lanzarle el resto del café.

—¡Genial! Espero que te pierdas en Times Square! —le grité, demasiado tarde.

Suspiré, apretando los dientes.

Londres siempre lograba recordarme por qué odiaba los aeropuertos.

Dos horas después, el altavoz anunció mi vuelo.

Por fin.

Busqué mi asiento, rezando por un poco de suerte.

Y cuando levanté la vista, ahí estaba.

Otra vez.

El hombre del café.

El arrogante del Burberry.

El británico imposible.

—¿Esto es una broma? —pregunté, con una mezcla de horror y resignación.

Él alzó las cejas, revisó su boleto y dijo:

—Asiento 12B.

—12A —respondí, mostrando el mío.

Silencio.

Risas nerviosas a mi alrededor.

Yo quise evaporarme.

—Bueno —dijo él finalmente—, al menos no hay café esta vez.

Me senté con el porte de quien está a punto de escribir una queja formal al universo.

Durante el despegue, intenté ignorarlo, pero no podía dejar de notar su perfume.

A madera, a algo caro… y, para mi desgracia, a adictivo.

—¿Vas a México? —preguntó, rompiendo el silencio.

—Sí.

—Vacaciones.

—Trabajo.

—¿Y qué clase de trabajo te hace cruzar el Atlántico en plena Navidad?

—El tipo que paga las cuentas. Soy productora de cine.

Sus ojos brillaron, interesados.

—¿Cine? Yo también trabajo en eso.

—¿Ah, sí? ¿Como qué? ¿Asistente de cámara?

Sonrió de medio lado, esa sonrisa de quien guarda un secreto divertido.

—Digamos que salgo frente a las cámaras.

—¿Actor? —dije, escéptica.

—Algo así.

Y volvió a mirar al frente, sin explicar más.

Yo rodé los ojos. Seguro era de esos aspirantes a estrellas que creen que una bufanda de diseñador los hace famosos.

Una hora más tarde, las turbulencias comenzaron.

El avión se sacudió como si el cielo estuviera molesto, y yo —que fingía ser valiente— me aferré al reposabrazos con disimulo.

Él lo notó.

Y sin decir nada, dejó que mi mano se apoyara sobre la suya.

Calor.

Electricidad.

Y una sensación que no debería haber sentido con un extraño.

—Tranquila —susurró, y por primera vez, no sonó arrogante.

—No me asustan los aviones —mentí.

—Claro. Y yo no tengo tatuajes.

Me giré a verlo. Y efectivamente, un tatuaje asomaba bajo la manga de su camisa.

No sé por qué sonreí. Tal vez por el absurdo de la situación.

Tal vez porque me pareció bonito que el tipo del café tuviera miedo de mostrar su lado real.

Aterrizamos horas después, con la promesa de que nunca volvería a verlo.

Hasta que el destino, o el karma con sentido del humor, decidió jugar.

En la sala de equipaje, los paparazzi aparecieron de la nada.

Luces, flashes, gritos.

“¡Elliot! ¡Elliot Blake! ¡Mira acá!”

Me giré, confundida.

¿Elliot… qué?

El británico del café —mi compañero de vuelo, el arrogante irresistible— levantó la mano y sonrió a las cámaras.

El actor.

El actor británico.



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En el texto hay: humor, extranjeros, navidad y romace

Editado: 20.11.2025

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