Contrato bajo el muérdago

Capítulo 8 – Luces, cámaras y… corazones confundidos

Narrado por Clara

No podía dejar de pensar en el beso.

El beso accidental, “por contrato”, bajo un maldito muérdago decorativo.

Era absurdo. No significaba nada.

Nada.

Y aun así, al día siguiente, cuando entré al set y lo vi sonreír desde lejos, sentí ese estúpido nudo en el estómago que ninguna cláusula había mencionado.

—Llegas tarde —me dijo, sin levantar la vista del guion.

—Llegas insoportable —respondí, dejando mi café sobre la mesa.

Me sonrió con ese aire de suficiencia que debía estar prohibido por ley.

—¿Soñaste conmigo?

—Sí. Era una pesadilla.

Rió. Y ahí estaba otra vez esa risa suya que lograba colarse por todas mis defensas.

Elliot Kingsley, el hombre más arrogante del planeta, estaba logrando algo que ningún productor, director ni actor había hecho antes: confundirme.

—Hoy grabamos el video de caridad navideña —anunció la publicista entrando al set—. Serán imágenes naturales, espontáneas… como una pareja real.

Me atraganté con mi café.

Elliot disimuló una sonrisa.

—Oh, eso será fácil —dijo—, ya somos una pareja “real”, ¿no?

---

El video consistía en caminar por Oxford Street, comprar regalos, y fingir que éramos la versión británica de “pareja feliz en Navidad”.

Fingir.

Esa era la palabra clave.

Aunque cada vez me salía peor.

El rodaje empezó al caer la tarde.

Londres se veía mágico: luces doradas, música, aroma a castañas asadas.

Elliot y yo caminábamos tomados del brazo mientras las cámaras nos seguían a distancia.

Y por primera vez, no se sintió como actuación.

—Te ves hermosa —murmuró de repente.

—¿Eso también está en el guion? —repliqué, aunque mi voz tembló un poco.

—No. Pero debería.

Desvié la mirada, fingiendo observar los escaparates.

Cada palabra suya era un campo minado, y yo estaba caminando descalza.

Nos detuvimos frente a una tienda.

En el escaparate había una pareja de maniquíes abrazados bajo nieve falsa.

Elliot me miró de reojo.

—Podríamos imitarlos, ¿no crees?

—Solo si tú te quedas quieto y no hablas.

—Eso sería imposible.

Sonreí sin querer.

Y entonces, él hizo algo que no estaba planeado.

Tomó mi mano.

El toque fue leve, casi accidental, pero suficiente para electrizarme por completo.

No había cámaras cerca.

Nadie mirando.

Solo él.

Y esa mirada suya que parecía decir cosas que ninguno de los dos se atrevía a confesar.

—¿Por qué lo haces? —pregunté en voz baja.

—¿Hacer qué?

—Actuar incluso cuando no hay público.

Él guardó silencio por un momento.

—Porque contigo, a veces olvido si estoy actuando o no.

Mi corazón decidió detenerse tres segundos, solo para hacer más dramático el momento.

---

Elliot

No debía haber dicho eso.

Pero lo dije.

Y lo peor fue que era cierto.

Desde la cena, Clara se había convertido en el único guion que no podía memorizar.

Cada reacción suya era impredecible.

Cada palabra, un desafío.

Y cada sonrisa, una condena.

Mientras caminábamos entre luces y gente, noté cómo su cabello se enredaba con el viento y cómo fruncía el ceño cada vez que alguien la reconocía.

Levantaba la barbilla, valiente, pero sus ojos mostraban algo más: cansancio, tal vez miedo a no encajar en mi mundo.

Y yo, el actor de mil papeles, solo quería hacerla sentir segura.

—Ven —dije, tirando suavemente de su mano—, te mostraré algo.

La guié hacia un callejón iluminado por guirnaldas. No había cámaras, ni prensa. Solo un puesto pequeño donde un anciano vendía bolas de nieve y adornos antiguos.

—Aquí venía de niño —dije, tomando una esfera del mostrador—. Mi madre solía decir que la magia de la Navidad solo funcionaba si creías en algo imposible.

—¿Y tú creías? —preguntó ella, curiosa.

—No… hasta que alguien derramó café sobre mi chaqueta favorita.

Ella sonrió, y ese sonido fue mejor que cualquier ovación.

Compré dos bolas de nieve. Le di una.

—Un recuerdo del contrato más extraño que he firmado.

—Y del actor más insoportable que he conocido —replicó, pero guardó la bola con cuidado en su abrigo.

---

Clara

La noche siguió, pero algo había cambiado.

Ya no sentía que fingíamos.

Cuando nos pedían sonreír, lo hacíamos de verdad.

Cuando él me abrazó para la última toma, no fue por exigencia del director. Fue porque ambos lo necesitábamos.

Al terminar, las cámaras se apagaron, y el silencio entre nosotros se volvió más pesado que el ruido de toda Oxford Street.

—Lo hiciste bien —dijo él.

—Tú también. Parecías casi humano.

Rió, pero sus ojos no se apartaron de los míos.

El viento sopló, y de pronto, él acercó su mano para quitarme un mechón del rostro.

Su gesto fue tan suave que olvidé respirar.

—Clara…

—No lo digas —susurré, retrocediendo un paso—. No arruines el guion.

Quise sonar firme, pero mi voz tembló.

Porque sabía lo que iba a decir.

Y porque, en el fondo, una parte de mí quería escucharlo.

—No hay guion —respondió él, con una sinceridad que dolía—. No esta vez.

El corazón me latía tan fuerte que podía jurar que se escuchaba por encima de las luces navideñas.

Y justo cuando el silencio se volvió insoportable, una fan gritó desde la acera:

—¡Elliot! ¡Foto, por favor!

La magia se rompió.

Él se giró, saludó, sonrió como siempre.

Yo aproveché para alejarme.

---

Elliot

Cuando terminé con las fotos, ella ya no estaba.

Solo quedaba su bufanda olvidada sobre la banca.

La tomé, y el aroma a canela y café me golpeó como una bofetada de nostalgia.

Subí al auto y miré por la ventana mientras Londres pasaba como una película.



#3224 en Novela romántica
#1042 en Otros
#383 en Humor

En el texto hay: humor, extranjeros, navidad y romace

Editado: 01.12.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.