Contrato bajo el muérdago

Capítulo 10 – Entre luces, manos y algo que no quiero nombrar.

El silencio dentro de la camioneta se volvió tan denso que podía sentirlo apoyado sobre mis hombros. Afuera, el conductor discutía con los turistas que seguían posando frente al gigantesco árbol navideño como si no estuvieran bloqueando una carretera completa. Pero yo apenas escuchaba.

Elliot seguía sosteniendo mi mano.

Su pulgar trazaba pequeños círculos sobre mi piel, como si quisiera memorizarla. Como si le preocupara que pudiera desaparecer.

—No estoy huyendo —mentí.

Porque sí estaba huyendo. De él. De lo que sentía. De lo que él despertaba en mí sin pedir permiso.

Elliot soltó una risa suave, casi triste.

—Clara… llevas días huyendo. Y no te culpo, pero tampoco quiero que sigas haciéndolo sola.

Abrí los ojos, obligándome a mirarlo. Sus pupilas parecían más oscuras de lo normal, como si el atardecer se hubiera quedado atrapado allí.

Y ese fue el problema: verlo a los ojos siempre me desarmaba.

—Mira —dije, intentando ordenar mis ideas—. Yo no… no estoy lista para algo que pueda salir mal.

—¿Y si sale bien? —preguntó él sin soltarme.

Tragué saliva.

La pregunta era tan simple. Tan peligrosa.

El conductor regresó a su asiento, murmurando algo sobre influencers irresponsables, y el vehículo volvió a avanzar. Pero Elliot no apartó su mano. Y yo, por alguna razón que todavía no comprendía, tampoco insistí en liberar la mía.

La carretera comenzó a serpentear entre árboles decorados con luces que parpadeaban como luciérnagas navideñas. Era hermoso… y un recordatorio incómodo de que me dirigía directo hacia un lugar donde fingiríamos ser pareja frente a toda mi familia.

—Si seguimos así —dije en voz baja—, será más difícil pretender que no pasa nada.

—Entonces dejemos de pretender —respondió él al instante.

Mi corazón dio un golpe brusco.

No por sus palabras, sino por la seguridad con la que las dijo.

Como si él ya hubiera tomado una decisión y yo aún estuviera perdida entre dudas.

—Elliot… —quise advertirlo.

Pero él acercó un poco más su cuerpo al mío, apenas unos centímetros, lo suficiente para que su hombro rozara el mío y un escalofrío me recorriera la espalda.

—No te estoy pidiendo una respuesta hoy —susurró—. Solo quiero que dejes de pensar que te voy a romper el corazón.

—¿Y si soy yo quien rompe el tuyo? —pregunté sin pensar.

Él sonrió, esa sonrisa ladeada que siempre hacía que mis defensas se tambalearan.

—Entonces será la primera experiencia cultural mexicana que no me importe vivir.

Rodé los ojos, intentando ocultar cómo me dolía respirar con él tan cerca.

—Eres imposible.

—Y aun así —murmuró—, no quitas tu mano.

Miré nuestras manos entrelazadas.

Tenía razón.

Podría haberla retirado en cualquier momento.

Pero no lo hice.

Y no sabía qué significaba eso.

La camioneta tomó un desvío, y al fondo apareció un letrero de madera que anunciaba la entrada al pequeño pueblo donde vivía mi familia. Casas con luces, música navideña a lo lejos y olor a ponche de frutas colándose por las ventanas abiertas del vehículo.

Elliot apretó mi mano con suavidad.

—Sea lo que sea esto, Clara… —dijo con voz seria, sincera—. No voy a irme a ninguna parte.

Mi corazón se encogió.

Quise responder.

Decir algo coherente.

Algo que no sonara como un salto al vacío.

Pero la camioneta se estacionó justo frente a la casa de mi abuela…

Y ahí estaban.

Mi madre.

Mi tía.

Mi abuela.

Todos mirando hacia nosotros con sonrisas emocionadas.

Y yo seguía agarrada de la mano de Elliot.

—Bienvenida a la Navidad —murmuró él, antes de guiñarme un ojo.

Y entonces supe que mi vida estaba a punto de complicarse.

Mucho.



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En el texto hay: humor, extranjeros, navidad y romace

Editado: 01.12.2025

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