Contrato bajo el muérdago

Capítulo 11 — El peso de lo que no digo.

El camino volvió a moverse lentamente cuando el grupo de turistas finalmente decidió regresar a su camioneta. El conductor resopló, hizo una maniobra casi imposible y continuamos avanzando. Pero yo ya no veía nada del paisaje. Ni las montañas. Ni los árboles. Ni el enorme adorno navideño que seguía brillando a lo lejos.

Solo sentía la mano de Elliot sosteniendo la mía.

No apretada.

No forzada.

Solo… segura. Como si fuera la cosa más natural del mundo.

Y justamente por eso me daba tanto miedo.

El carro avanzó entre baches y el sol empezaba a bajar, pintando el cielo de tonos naranja quemado. Yo podía soltar su mano, podía fingir que había sido un accidente, podía reír para romper la tensión. Pero no lo hice. No podía.

—Clara —susurró Elliot, inclinándose un poco hacia mí—. ¿Estás bien?

“Estoy hecha un desastre emocional, gracias por preguntar”, pensé.

Pero lo único que salió de mi boca fue:

—Sí. Solo… tengo frío.

Mentira. Estaba ardiendo.

Él no respondió, pero con el pulgar rozó la parte interna de mi mano, como si pudiera leer todo lo que yo no sabía expresar. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo.

Intenté concentrarme en la carretera, en la música que sonaba bajito, en el conductor tarareando un villancico desafinado. En cualquier cosa que no fuera la forma en que Elliot respiraba.

Dios. Ni siquiera estaba haciendo nada y aun así era demasiado.

Llegamos al pueblo donde pasaríamos la primera parte del rodaje “vacacional” y el choque cultural empezó en menos de diez segundos.

Una señora se acercó vendiendo tamales navideños, un niño nos ofreció un muñeco de peluche vestido de reno, y un señor con sombrero gritó:

—¡Bienvenidos! ¿Vienen a la posada? ¡Hay ponche!

Elliot parpadeó, confundido.

—¿La… posada? ¿Nos hospedamos ahí?

—No —dije, aguantándome la risa—. Una posada es… una celebración. Con cantos, comida, piñatas…

—¿Piñatas? ¿Como las que se rompen?

—Sí.

—¿Y hay que… golpearlas?

—Sí.

Me miró como si acabara de confesarle un ritual salvaje.

—Tu país es fascinante, Clara.

“Y tú eres increíblemente guapo cuando te desconciertas.”

Pero eso tampoco lo dije.

El conductor nos dejó frente al pequeño hotel boutique donde nos hospedaríamos. No era lujoso como los de Londres, pero era hermoso: luces cálidas, decoraciones hechas a mano, olor a canela y madera.

Cuando bajé del auto, Elliot estiró la mano hacia mí para ayudarme a descender. Pude haber saltado sola. Pude haber ignorado el gesto.

Pero la tomé.

Otra vez.

Y otra vez sentí ese corrientazo que me hacía olvidar que estábamos bajo un maldito contrato.

—Wow… —murmuró Elliot cuando entramos al lobby—. Parece una película.

—Así es México —respondí—. Siempre parece una película.

Se rió suavemente.

—Entonces supongo que estoy en buenas manos. Tú sabes cómo dirigirlas.

Mi estómago hizo un vuelco. Entregué mi identificación en recepción y traté de ignorar el hecho de que su mirada seguía cada uno de mis movimientos. Como si yo fuera una escena que no quería perderse.

El recepcionista nos dio las llaves.

—Suite Luna para la pareja —anunció con una sonrisa—. ¡Bienvenidos!

Me atraganté con mi propia saliva.

Elliot giró hacia mí, absolutamente encantado.

—¿Pareja? —susurró con una ceja levantada.

—Yo no pedí eso —le dije entre dientes.

—No importa. Me gusta. Suena… apropiado.

Apropiado.

Por supuesto.

Para nuestro teatro navideño.

Subimos las escaleras cargando nuestras maletas. O bueno, él cargó las mías también, porque al parecer además de actor, modelo, e irritantemente atractivo, era caballeroso. ¿Quién le pidió ser así?

Llegamos a la puerta de la suite.

Luna.

Claro. Todo muy poético. Muy romántico. Muy peligroso para mi estabilidad emocional.

—¿Lista? —preguntó Elliot, sosteniendo el picaporte.

Negué.

Es decir, asentí.

No sé. Hice un movimiento raro que probablemente parecía un ataque nervioso.

Abrió.

La habitación era enorme, con luces tenues, una chimenea eléctrica, y un ventanal que dejaba ver todo el centro del pueblo iluminado. Había dos camas… pero estaban juntas. Totalmente juntas.

—Bueno —dijo Elliot—. Intimidad obligatoria. Interesante.

—Puedo pedir que las separen.

—No —respondió de inmediato, sin mirarme—. Déjalo así. No quiero incomodar a nadie. Además… —sus ojos me buscaron— no me molesta compartir espacio contigo.

Mi corazón dio un salto tan brusco que casi se me cae la maleta.

—Ah… —brillante respuesta, Clara, excelente.

Elliot dejó las maletas, se acercó al ventanal y miró hacia afuera.

—Tu país es hermoso —dijo, con un tono suave—. Pero nada me había impresionado tanto como… esto.

—¿Qué? —pregunté, acercándome un poco.

Él giró hacia mí, muy despacio. Sus ojos eran claros, intensos, y por un segundo sentí que me miraban como si yo fuera la única cosa que importaba en ese cuarto.

—Lo que siento cuando estoy contigo —susurró.

El aire se me fue de golpe.

—Elliot…

—No, espera —levantó una mano—. No estoy rompiendo ninguna regla. Todavía. Solo… lo digo. No puedo pretender que no está pasando.

Me quedé sin palabras.

Sin aire.

Sin suelo.

—Esto es un contrato —logré decir finalmente—. Un arreglo temporal.

—Sí. Pero lo temporal también puede sentirse real.

Dios.

Dios mío.

Me llevé una mano al rostro, intentando recomponerme, pero él dio un paso hacia mí. No me tocó. Solo se acercó lo suficiente como para que su presencia me envolviera.

—Clara —dijo con voz baja y profunda—. Vas a decir que no. Lo sé. Pero igual necesito hacerlo claro: estoy siendo honesto. No quiero que nuestro viaje sea solo actuación.

—Elliot… no puedes pedirme eso —susurré.

—No te estoy pidiendo nada —respondió—. Estoy diciéndote lo que siento. Y tú puedes elegir ignorarlo, rechazarlo, o… —sus ojos bajaron a mis labios por un instante— sentirlo también.



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En el texto hay: humor, extranjeros, navidad y romace

Editado: 01.12.2025

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