Contrato bajo el muérdago

Capítulo 12 – La noche que no planeábamos.

Narrado por Clara y Elliot

Había silencio.

No un silencio incómodo… sino uno de esos silencios raros que parecen latir.

La habitación estaba llena de luz cálida, de sombras largas y del sonido lejano de los coches en la carretera que subía hacia el pueblo.

Elliot seguía allí, de pie frente a mí, con las manos aún ligeramente temblando por la carga del momento anterior.

Y yo… bueno, yo tenía el corazón rebotando como si fuera una piñata en plena posada.

No sabía qué decirle.

No sabía qué hacer.

Y lo peor: no sabía qué sentir sin sentir demasiado.

—Clara… —repitió él, más bajo esta vez, casi con miedo.

Me obligué a moverme; di un paso hacia atrás, otro hacia la ventana, tratando de respirar aire fresco aunque la ventana estuviera cerrada.

Tenía que romper esa tensión antes de hacer algo estúpido.

—Necesito… eh… desmaquillarme —solté, señalando el baño como si fuera una salida de emergencia.

Elliot parpadeó, confundido, pero luego sonrió con esa media sonrisa arrogante que, para mi desgracia, me derretía más que el chocolate caliente.

—Como quieras, cariño —dijo, poniendo énfasis en la última palabra solo para molestarme.

Rodé los ojos.

—No me digas así.

—Es parte del contrato, ¿no? —alzando una ceja.

—SÍ, pero fuera de cámaras no es necesario.

—Pensé que querías practicar —respondió con un tono tan provocador que casi le aventé una almohada.

Seguí hacia el baño sin darle el gusto de una respuesta.

Me encerré.

Respiré.

Me miré en el espejo.

—Ay, Clara, ¿en qué momento te metiste en esto…? —susurré.

Quité mi maquillaje lentamente, con movimientos automáticos, pero mi cabeza seguía en la escena del roce de nuestras manos.

En la forma en que él me sostuvo.

En su voz.

En su mirada.

Y lo peor era que no podía negar lo que había sentido.

Un temblor en el estómago.

Un calor en el pecho.

Un peligro suave que prometía complicarme la vida.

Lavé mi cara y salí.

Elliot estaba organizando sus cosas sobre la mesa… o al menos fingiendo hacerlo. Porque, si yo tenía los nervios a flor de piel, él tampoco estaba normal.

Me miró.

Yo lo miré.

Otra vez, ese silencio.

Hasta que hablé, porque la ansiedad me pedía hacerlo.

—Solo para que quede claro… no pienso dormir en la misma cama que tú.

—Lo imaginé —respondió él, con las manos en los bolsillos—. Pero hay un pequeño inconveniente.

Se hizo a un lado.

Yo dirigí la mirada hacia el único colchón matrimonial de toda la cabaña.

—¿ES EN SERIO? —exploté.

Elliot alzó una mano, casi riendo.

—Ya pregunté en recepción. No tienen habitaciones disponibles. Y aparentemente, tampoco camas extras.

—¡Pero es una cabaña! ¿Cómo que solo tienen una cama?

—Bienvenida a los hospedajes “pintorescos” —dijo burlón.

—Ay no, qué vergüenza…

Él se acercó, inclinado un poco hacia mí, con esa expresión que mezcla diversión y ternura sin quererlo.

—Puedo dormir en el suelo, si quieres.

—No seas ridículo —respondí demasiado rápido.

—¿Ridículo? —fingiendo ofensa—. Pensé que preferías tenerme lo más lejos posible.

Sentí mis mejillas calentarse.

—Eso no es lo que dije.

—Entonces dormir juntos no es un problema… —su tono bajó, casi ronroneando.

—Elliot. —Lo señalé con un dedo—. No. Empieces.

Él levantó las manos en señal de paz.

—Está bien, está bien. Dormiré de un lado, tú del otro. Puedo poner una almohada en medio si quieres.

Hice una mueca.

—Una muralla mejor.

Él rió bajito.

Y esa risa… esa risa casi me desarma.

Nos movimos alrededor de la habitación como dos gatos que no saben convivir, cada uno acomodando sus cosas, fingiendo normalidad.

La tensión seguía ahí, brillante y silenciosa, pero ya no tan opresiva.

Cuando por fin nos metimos cada uno en nuestro lado de la cama, con la insoportable “muralla” de almohadas entre ambos, apagué la lámpara.

Oscuridad total.

Respiraciones.

El olor a madera fresca.

El calor del clima mexicano filtrándose por las paredes.

Y entonces, su voz, baja, casi un susurro:

—¿Clara?

—¿Qué?

—Gracias por traerme.

No esperaba eso.

No esperaba nada que saliera de ese lugar suave y vulnerable de su voz.

Me quedé quieta, mirando la oscuridad.

—Tú querías venir —murmuré.

—Sí, pero… —hizo una pausa—. No sabía que lo iba a necesitar tanto.

Mi pecho se apretó.

No quise preguntar “¿por qué?”, aunque moría por saber.

Su vida, su carrera, su soledad… era demasiado.

Y yo también tenía mis propios fantasmas.

—Buenas noches, Elliot —susurré.

—Buenas noches, Clara.

Cerré los ojos.

Y ahí, justo cuando creí que todo por fin se estaba calmando…

Sentí la cama moverse.

Un ligero impulso.

Un peso que se acercó más de lo permitido.

Abrí los ojos a la oscuridad.

—Elliot… —advertí.

—Estoy del lado derecho, lo juro —dijo, pero su voz tenía un tono que no me creí.

—Estás invadiendo territorio enemigo.

—Tu cama es más grande del lado que te toca —mintió descaradamente.

—Hazte para allá.

Silencio.

—No quiero —susurró.

Mi corazón dio un salto traicionero.

Respiré hondo, conteniéndome.

—No juegues conmigo.

—No estoy jugando.

Una corriente cálida recorrió mi espalda.

No debía sentir nada.

NO.

Pero estaba sintiendo todo.

—Elliot… —intenté de nuevo, esta vez con menos firmeza.

—Solo… no te alejes —dijo, bajito, sin arrogancia, sin máscara.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente.

No me moví.

No lo aparté.

Y aunque la “muralla” de almohadas seguía ahí, ya no servía de nada.

El aire entre nosotros parecía cargado, vivo.

—Mañana llegaremos al pueblo de tu familia —susurró él—. Y voy a fallar en absolutamente todas sus tradiciones, ¿verdad?



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En el texto hay: humor, extranjeros, navidad y romace

Editado: 01.12.2025

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