El contrato llegó en una carpeta color crema, con olor a vainilla y desastre.
Valeria Rivas lo supo en cuanto lo tocó.
Nadie en Auria perfumaba documentos legales a menos que escondiera un lío detrás.
Abrió la carpeta: el logo dorado de una cuchara cruzada con un laurel, y debajo, el nombre que toda Valdaria pronunciaba esa semana con suspiros y memes culinarios:
Julián Moretti.
El chef del momento.
Ganador de tres festivales gastronómicos, exjurado del programa “Plato Perfecto” y, según las revistas, el hombre con la sonrisa que derretía mantequilla a distancia.
Valeria se reclinó en su silla.
—Excelente. Otro cliente con complejo de celebridad.
Su oficina, en el edificio de cristal del distrito jurídico de Auria, olía a orden y a café negro.
Cada carpeta estaba alineada por color, los marcos de diplomas formaban una simetría casi religiosa, y su planta de escritorio crecía como si tuviera disciplina militar.
A sus treinta años, Valeria Rivas era todo lo que su ciudad amaba y temía en una mujer: inteligente, meticulosa, y con un sarcasmo tan fino que podía usarse como bisturí.
Cabello castaño oscuro recogido en un moño perfecto, piel clara, ojos grises que no perdonaban errores y labios que rara vez sonreían sin motivo.
—¿Lo vas a ver? —asomó Rocío, su mejor amiga y productora del canal estatal CulinArt—.
Traía el brillo de quien siempre tiene un secreto jugoso que contar.
—Dicen que el chef es más encantador en persona —añadió—. Y que su perfume debería ser declarado arma emocional.
—Los encantadores dan trabajo extra —respondió Valeria, sin mirar arriba—. Y alergia.
Rocío se sentó sin pedir permiso.
—Te informo que Julián Moretti representará a Valdaria en el concurso internacional El Sabor del Mundo. Grabaciones, contratos, prensa… todo un espectáculo.
—¿Y?
—Y pidió que tú revisaras su contrato de imagen y redactaras uno personal. —Pausa dramática—. Uno de “no-enamoramiento”.
Valeria levantó la cabeza, incrédula.
—¿Perdón?
Rocío sonrió como quien enciende una mecha.
—Sí. Dice que necesita una abogada que le ayude a “blindarse emocionalmente” durante el concurso. Que no quiere distracciones. Que, y cito textualmente, las sonrisas de las abogadas son más peligrosas que el fuego.
Valeria la miró sin pestañear.
—Necesito un café y un nuevo planeta.
*****
A las once en punto, Don Esteban, su jefe, la llamó desde su despacho panorámico.
—Valeria, Moretti está aquí. Sala dos.
La abogada respiró hondo, se ajustó su blazer gris claro, y caminó por el pasillo de mármol con la determinación de quien va a negociar con la cordura.
Y ahí estaba él.
Julián Moretti, 33 años, alto, hombros anchos, cabello oscuro ligeramente despeinado, barba perfectamente cuidada, camisa negra remangada y un reloj de cuero gastado.
Tenía los ojos color miel con ese brillo de quien ha probado demasiado del mundo y todavía quiere un poco más.
Su sonrisa era un pecado gastronómico.
—Señorita Rivas —saludó, poniéndose de pie—. Es un honor conocerla.
—Para mí es un misterio —respondió, sentándose frente a él—. ¿Qué necesita exactamente?
—Evitar un desastre. Esta vez, no en la cocina.
—Para eso contrata un seguro, no una abogada.
—Ya lo tengo. Pero los seguros no cubren escándalos emocionales.
Don Esteban carraspeó, divertido.
—Julián participará en el concurso El Sabor del Mundo, que transmitirá CulinArt. Habrá cámaras en cada rincón, contratos millonarios, y después de lo que ocurrió el año pasado, necesita… previsión.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Valeria, aunque la prensa ya había dado su versión.
Julián no desvió la mirada.
—Confié en alguien que convirtió mi vida privada en un espectáculo. Me enamoré, y mis recetas terminaron en un blog con mi nombre tachado. Perdí la confianza. Esta vez, no quiero repetir el error.
Hizo una pausa.
—Y, para ser honesto, cuando la vi entrar… supe que la distracción podía empezar antes de lo previsto.
Valeria apretó su pluma.
—Le agradezco la sinceridad, pero si su problema es el autocontrol, debería contratar a un terapeuta, no a una abogada.
—Los terapeutas cobran por hora. Las abogadas facturan por resultados. Prefiero eficiencia.
Don Esteban sonrió con ese placer de tiburón viendo a dos gladiadores.
—Valeria, haz lo que se te da mejor: redacta el imposible. Y tú, Moretti, trata de no enamorarte antes de que firme.
Valeria abrió su libreta.
—Muy bien. Si insisten…