—Tendrás que tener más cuidado a partir de ahora.
Observó el reloj sobre la cabeza del médico de cabecera de su familia y se lamentó no haber llevado consigo la alegría que dejó en casa. Apretó los labios y volvió a fijarse en él cuando le habló de nuevo.
—Como última instancia, tendremos que transfundirte. —Dejó las pruebas impresas sobre el escritorio y la miró por unos segundos.
—Me parece que no…
—Sí será necesario —la interrumpió, y suspiró con cansancio—. Tu organismo no está produciendo la cantidad adecuada de hemoglobina. No te has estado cuidando bien tampoco.
Apretó las manos en los reposabrazos y desvió la mirada. Era cierto lo que le decía. Se enfocaba tanto en trabajar que descuidaba su salud y su afección en la sangre, que le había traído diversos problemas. Estaba consciente del daño que se provocaba al descuidarse, pero debía llevar el pan a la mesa para que sus hermanos se alimentaran como era debido. De no tenerlos, quizá no estaría sentada en ese consultorio, irritada, con ganas de desaparecer, volverse en polvo.
—Tu nivel de glóbulos rojos es, y sin exagerar…
Decidió ignorarlo otra vez mirando el espejo. La manecilla pronto llegaría a las seis. Tendría que recoger a Eevi, la más pequeña de sus hermanos.
—Te recetaré nuevos suplementos. Y, por favor, mantenme informado de cualquier síntoma, ¿de acuerdo?
Asintió y recibió la prescripción que le tendió con gesto fastidiado, porque se percató de su poco interés. Lo contempló por unos segundos antes de levantarse y dirigirse a la puerta.
—Signe —su mano se detuvo a milímetros del picaporte—, descansa. Tómate unos días. Los necesitas.
Sus ojos se anclaron en sus dedos pálidos, casi amarillentos, y asintió de nuevo.
—Lo consideraré —casi susurró, y salió del consultorio.
Dobló la prescripción y la guardó en uno de los bolsillos traseros de su pantalón de trabajo mientras rumiaba cuentas para verificar si le alcanzaría para comprar esos dichosos suplementos. Se pasó los dedos por la frente para aliviar la tensión que se había acumulado allí y caminó hacia la recepción para firmar el documento que evidenciaba su asistencia ese día. Le dio una sonrisa de labios cerrados a la recepcionista y salió del centro médico.
Respiró hondo y esta vez decidió concentrarse en el cielo. Estaban en invierno, por lo que las nubes lo sitiaban. Le gustaba verlas porque le traían un poco de calma y le recordaban las veces que su madre las contaba junto a ella de pequeña. Se forzó a relucir una sonrisa y continuó su camino por la calle contraria. Eevi ya estaría esperándola fuera del instinto de música quizá con una mueca por la tardanza, como era habitual en ella, y no se equivocó en cuanto la vio de brazos cruzados cerca de la puerta doble de cristal.
La pequeña le dio una mirada enfadada y, segundos después, le tendió la mano para que la guiara.
—Creo que fueron apenas diez minutos tarde —le comentó con una sonrisa de disculpa.
Eevi sacudió la cabeza y resopló.
—Quince.
—Por lo menos no fueron veinte —intentó bromear.
Eevi solo la miró con disgusto y le apretó la mano como una pequeña rencilla.
Signe le entornó los ojos y pasó de sus otras muecas.
Era una niña talentosa con el violín, que cargaba en su estuche tras la espalda. Las mensualidades no eran tan costosas, de modo que podía permitirse pagarlos, aunque esto significa que sus cuentas a veces no llegaban a la meta que se proponía para saldar los pagos de los servicios, por ejemplo. Aun así, se contentaba apoyando su habilidad y sueño, porque Eevi deseaba tocar en grandes orquestas en Broadway o San Francisco, lejos de su país. Sin embargo, haría lo posible para que pisara alguno de esos lugares. Estaría allí, por supuesto, impulsándola en cada paso.
Le apretó la mano y bajó la mirada para ofrecerle una sonrisa amistosa en cuanto Eevi dejó de murmurar lo descontenta que estaba por su falta de puntualidad. A pesar de ello, la rabieta se le pasó rápido y ahora le señalaba un escaparate que exhibía un bello vestido de tul celeste. Lo apreció rápidamente y anotó el costo en su agenda mental para tenerlo en cuanta como próximo regalo cumpleaños. Cruzaron la calle y esta vez transitaron por los locales que mostraban dulces y otros alimentos que harían huir a cualquier diabético, y Eevi no dudó en señalarle varios escaparates con la esperanza de que le comprara algo, pero, muy a su pesar, no podría ser posible aquel día.
—¿Qué tal el próximo fin de semana? —le cuestionó, y la instó a que caminara más rápido.
Eevi hizo un puchero y bufó.
—¿Promesa de meñique? —Se detuvo y se lo extendió con la mirada de cachorrito que solía usar para engatusarla.
Signe rio y aceptó.
—Promesa de meñique. —Movió las manos al tiempo que asentía—. Vamos, tenemos que llegar a preparar el refrigero.
Eevi se animó y entrelazó los dedos con los suyos, caminando a su lado con saltitos entusiastas.
—¿Podremos hornear galletas de maní?