Por más que quiso mover un músculo, no pudo. Se había quedado plantada allí, con las manos apretadas contra su pecho y el rostro angustiado. El terror mezclado con la angustia se reflejó en su rostro. Pensó en sus hermanos, en qué harían si no volvía, cómo podrían seguir adelante sin ella… No era justo, para nada, que de pronto tuviera que desaparecer. Las lágrimas le nublaron la vista por unos segundos, pero se armó de valor. Si iba a morir allí, no lloraría ni mostraría un ápice del miedo que la recorría y le congelaba el cuerpo, porque esa era su explicación más lógica del porqué permanecía estática.
El hombre soltó a la mujer, que se extendió en el escritorio como si fuese un globo desinflándose, y caminó en su dirección. El temor le nubló el raciocinio, reemplazando su deseo de verse indómita, e intentó darles fuerzas a sus piernas por última vez para echar a correr, pero obtuvo el mismo resultado. Incluso tragar saliva se le imposibilitaba.
—Mira qué tenemos aquí —habló con una risa baja, y Signe se estremeció por tercera vez—. Maldición, olvidé por completo a los de la limpieza. —Detalló su rostro con expresión aburrida y enarcó una ceja—. No tan agraciada, qué pena.
Signe quiso mirar sobre su hombro para cerciorarse del estado de la mujer, pero él no se lo permitió porque ahora se cernía sobre ella. Le dio una rápida mirada a su teléfono, que tenía la pantalla rota, y volvió a escrutar su rostro, esta vez más de cerca. Los ojos oscuros recorrieron sus facciones y se desplazaron hasta la unión entre su cuello y hombro. Pareció olerla cuando respiró profundo y se inclinó un poco más.
Signe logró tragar y temblar, algo que le daba pie a tratar de moverse de nuevo. No obstante, se congeló cuando volvió a apreciar la sangre que le manchaba la boca y parte de la camisa blanca impoluta. Ese monstruo se aferraba al cuello de la extraña, estaba segura. Sus ojos no le mentirían tanto.
—Y estás enferma, peor aún —espetó, y se enderezó con gesto fastidiado—. No podré darte siquiera un sorbo. —Chasqueó los dedos en sus narices.
Signe, sorprendida, sintió que la tensión dejaba de aferrarse a sus extremidades. Excluyó entonces que el pánico se había apoderado de su organismo. Si era un monstruo el que la acechaba, era muy posible que tuviera otro tipo de artimañas, como inmovilizarla. Y agradeció tener una imaginación vasta para dar con esa conclusión.
Sus labios se tornaron trémulas y las rodillas le oscilaron al retroceder.
—No vi nada, tampoco diré nada —balbuceó recompuesta, o eso quiso creer, y siguió reculando sin quitarle los ojos de encima—. No estuve aquí.
Él ladeó la cabeza y la repasó una vez más.
—Hay algo en ti que atrae —aceptó entre dientes—. Me gustaría saber qué.
Signe sacudió la cabeza y quiso reírse.
—Por favor, déjeme… —Se silenció.
La mirada del desconocido se tornó casi animal, como si ella fuera su presa ahora.
—Limpia este desastre —le señaló la oficina—. Si lo haces, olvidaré tu interrupción.
Asintió una y otra vez porque la boca, al parecer, ya no quería acatarle. Con un movimiento de cabeza, le señaló el carrito, y el desconocido le hizo un gesto para que fuera por él. Entretanto, le dio la espalda y entró en la oficina como si nada extraño hubiese ocurrido. Signe inhaló y exhaló para calmar sus nervios, y movió su carrito. Se acercó a su teléfono, que por lo menos no tuvo daños en el táctil. De haber sido el caso, sería una deuda más en su larga lista de cosas por pagar. Lo apretó con los dedos agarrotados y lo guardó, no sin antes rodearlo con los audífonos.
No era estúpida, obedecería. No dejaría a sus hermanos sin alguien que los cuidara, pues sabía que tenía la posibilidad de regresar si no decía nada y actuaba tal y como ese engendro esperaba. Luego se pondría a sobrepensar al respecto, no ahora. Debía enfriar su cabeza y cumplir con su labor como si todo estuviera normal, a pesar de que su corazón le atropellaba los tímpanos y su respiración se tornada agitada cada cierto intervalo de tiempo. Se negaba siquiera a pensar en la posibilidad de no volver a verlos. Por ellos arriesgaría y se quemaría las manos en el proceso.
Entró a la oficina sin darle una ojeada a la mujer y empezó a preparar los implementos que le servirían para no dejar ni rastro de sangre. Encendió la aspiradora bajo el atento interés del hombre, que corrió la silla y se sentó en ella en una esquina, como si quisiera intimidarla más desde las sombras. Pasó de él, se puso los guantes y evaluó la escena. Se alivió al ver que el pecho de la mujer subía y bajaba lentamente. No se acercaría ni mucho menos la movería por temor a que se despertara. Además, era mejor que siguiera inconsciente. Cuando su vista se paseó por los objetos caídos en el suelo cerca de los pies colgantes, se asombró al leer el nombre en la placa semimanchada por lo que parecía ser alguna bebida alcohólica.
Se erizó.
«Helen Koppel».
Se atrevió a mirarlo y luego a ella.
—Qué mente tan aguda —se burló, y observó la escarapela que colgaba del bolsillo frontal de su camisa—. Signe, ¿eh? Curioso nombre.
Se tragó la respiración atascada y se dispuso a recoger primero los fragmentos de cristal esparcidos en la costosa alfombra.