Para solo tener diez años, Kalle era todo un experto en matemática básica. Amaba las fracciones y ahora se esforzaba por conocer en profundidad las raíces cuadradas. En ese instante, ayudaba a Eevi a sumar y restar, mientras que Signe se encargaba de revisar los otros cuadernos de la pequeña. Su maestra solía dejar apuntes respecto a las tareas revisadas para que en casa le diera una retroalimentación. Escribió en las notas de su teléfono lo que debía investigar para enseñarle un poco más a Eevi y le dio una mirada a Kalle, que ahora le enseñaba a restar con sus lápices de colores. Esbozó una sonrisa cálida, les desordenó el cabello y se puso en pie para dejar los cuadernos en la mochila de gatitos que Eevi le pidió como regalo de cumpleaños.
Revisó la hora en la pantalla destrozada de su teléfono y se apresuró a ponerse el abrigo. Hoy recogería a Lauri. La mayoría de las veces la joven se regresaba a casa sola, pero, cuando Signe disponía de tiempo, se empecinaba por recogerla. Cerró la puerta después de pedirles a los dos demonios que hicieran un poco de limpieza y marchó hacia el colegio a cinco calles de su hogar. Metió las manos en los bolsillos laterales de su abrigo y frenó el impulso de castañear los dientes. Esta vez el frío sí le calaba hondo, hasta los huesos, y si no fuera porque tenía responsabilidades que resolver, se hubiera quedado en cama para disfrutar de él.
Cruzó la carretera con la mirada puesta en la señal del semáforo que le indicaba al transeúnte que ya podía pasar y no se percató de la presencia del hombre que ahora caminaba a su lado. Su nariz se arrugó y decidió darle una ojeada para nada amigable. Casi trastabilló en cuanto unos ojos azul apagado hallaron los suyos y decidió detenerse para no caer de cara en el asfalto semihúmedo.
—Lamento asustarla. He sido enviado por Bastian —le dijo cuando la vio con deseos de golpearlo con la mano cerrada.
—Qué momento tan oportuno —le masculló, y retomó su camino con él detrás de sí.
—No vi adecuado importunar en su domicilio —le contestó con voz suave, como si hablara con un niño.
—Debió hacerlo. Ahora mismo no tengo tiempo para atenderlo.
Él la detuvo del brazo y le extendió una caja envuelta con un plástico protector.
—Por lo menos reciba esto. ¿Le parece bien hablar más tarde, dentro de dos horas?
Le frunció el entrecejo, se deshizo de su agarre y recibió la caja con una mueca contrariada. Sabía que era el teléfono, y por las dimensiones de la caja era un iPhone. A duras penas sabía manejar el suyo, ¿y ahora debía enfrentarse contra uno de esos, con un sistema operativo muy diferente al de Android? Suspiró y lo metió en el bolsillo lateral izquierdo de su abrigo. Era lo suficientemente hondo para que no se viera lo que guardaba. El hombre le sonrió y esta vez le entregó un papel, el cual tenía escrito con una caligrafía muy delicada la dirección donde debían encontrarse. Se distrajo por unos segundos contemplando las letras, y cuando alzó la mirada, él ya no estaba.
«Debe ser un monstruo», pensó irritada.
Sacudió la cabeza y se concentró en apurar sus piernas para llegar a tiempo al colegio de Lauri. Una vez que llegó, y unos minutos antes de que salieran, la esperó en la cafetería adyacente al edificio. Divisó a Lauri entre el estudiantado y esbozó una sonrisa de bienvenida. El cabello rubio trigo característico en sus hermanos era fácil de hallar en cualquier tumulto de jóvenes.
Su sonrisa decayó al recordar a una Lauri de nueve años, que no podía digerir bien la partida de sus padres. En ese entonces, Signe tenía diecinueve, Kalle, cinco y Eevi, dos años. La consoló por toda una semana y la distrajo con juegos de mesa, lecturas entretenidas y películas o series a medianoche. Fue a la que más afectó sus muertes. Kalle, por otro lado, lloró solo unos pocos días antes de distraerse con Eevi, apenas una bebé, quien se prestaba a jugar con él cualquier cosa. Tuvo que lidiar con tres pequeños que recién conocían el vasto mundo. Aprendió a poner pañales y a preparar leche mientras le enseñaba a escribir a Kalle y asesoraba a Lauri en sus estudios primarios. Después, porque Lauri así se lo rogó, le enseñó a cuidar de Eevi, incluso a saberse los números de las autoridades pertinentes si ocurría algo que ella no pudiera resolver a tiempo o por si Signe no le contestaba porque estaba inmersa en el trabajo.
Y, como más le dolió porque le arrebató parte de su niñez, Lauri se formó como una adulta pequeña, con la capacidad de resolver cualquier problema que se le presentara. Podía manejar a sus hermanos menores, preparar una deliciosa cena, cambiar a Eevi si se ponía de testaruda, estar allí para Kalle, encargarse del jardín de su madre, entre otras diversas labores. Se enorgullecía de Lauri, pero al mismo tiempo la carcomía el resentimiento. Aun así, aprendió a lidiar con emociones negativas como esa y se interiorizó que Lauri había adoptado también la faceta de mamá para sus hermanos menores.
Lauri le sonrió y la abrazó como saludo para después sacar de su mochila un fólder. Identificó al instante el taller de Historia que elaboraron juntas hacía una semana y observó con alegría la calificación.
—¿Qué tal unos rollos de canela como premio?
Lauri se rio, asintió y guardó el fólder para sostener la mano de su hermana mayor. A pesar de que ya era una adolescente, le encantaba dejarse guiar por ella. Con este gesto, sentía más el amor que le insuflaba Signe.
—¿Los comprarás en la repostería de Mary?