Contrato de sangre

Capítulo IX

Había aceptado algunas labores que no consumían tanto tiempo, como fregar el suelo de una institución educativa o ayudar a limpiar una pared para que la repintaran. Su supervisor, que ahora se extrañaba por su bajo rendimiento, seguía pagándole lo justo por hora, y se lo agradecía.

Dejó de mover la fregona y se dispuso a hundirlo en el balde con detergente para luego escurrirlo con la mirada puesta en el piso, asegurándose de que ya no debía limpiarlo más. Sonrió para sí y escrutó el pasillo. Ese dinero lo invertiría en las mensualidades de Eevi, les daría su parte de la mesada a Kalle y Lauri, y compraría más semillas para plantar. Esta vez Lauri le escribió una lista donde le solicitaba semillas de calabacines, girasoles —para la primavera, relató— y peonias, porque Eevi las amaba. Su sonrisa se ensanchó con solo imaginar la felicidad de la pequeña cuando ya retoñaran. Saldría temprano en la mañana, las regaría de agua y las cuidaría todo lo posible. Luego, cuando ya pudiera cortarlas, haría hermosos arreglos florales que decorarían el comedor, la cocina y hasta las habitaciones, ya que decía que tal aroma debía impregnarse en cada esquina de la casa, que por eso se mataba por cuidarlas, y Lauri estaría allí a su lado para asesorarla, transmitiéndole su conocimiento. La botánica apasionaba a la adolescente, y Signe estaba segura de que estudiaría algo asociado cuando ya pudiera pisar la universidad.

Parte del dinero que le había dado Alistair esos últimos días lo invirtió en la cuenta bancaria que había destinado para los estudios universitarios de sus tres hermanos menores. No importaba si buscaban una opción lejana, donde ella no pudiera ir por falta de recursos o por poco tiempo, estaría en ese momento para ellos. Y esa cuenta ya sumaba una buena cantidad, que no tocaría por nada del mundo. Había ahorrado todo ese dinero desde la partida de sus padres y hasta ahora se mantenía intacto.

Sacudió la cabeza para concentrarse en la organización de los implementos en el carrito e hizo una lista mental de los que ya estaban a punto de acabarse para notificarle a su superior, quien luego se dedicaría a armar el inventario necesario. Agarró la fregona y la revisó para cerciorarse de que no gotearía. Ocultó un suspiro en cuanto la dejó en su sitio y oyó una notificación del teléfono nuevo. Se mordió el interior del labio inferior y lo sacó del bolsillo inferior frontal de su camisa de trabajo. Encendió la pantalla y leyó en el panel de notificaciones el mensaje. Siquiera se preocupó por desbloquear el aparato. Bastian la necesitaba de nuevo. Cerró los ojos y se frotó los párpados. Solía buscarla de noche, casi cuando la madrugada arribaba, no en la tarde, cosa que la asombró un poco. Aun así, no le prestó mucha atención y se dirigió al primer piso.

Dejó el carrito con el supervisor, el cual le comentó que su pago estaría reflejado en su cuenta bancaria al día siguiente. Le sonrió con agradecimiento y se despidió con un ademán rápido. Había aprendido a ser más puntual con ese monstruo, ya que se irritaba si llegaba un minuto tarde. Se dirigió a la calle donde solía recogerla el taxi de la última vez y se subió en él sin dirigirle una mirada al conductor. Se le notaba al hombre su sed de juventud perpetua. Quizá de esa forma era que Bastian también tenía tantos trabajadores: creían que les daría la inmortalidad en algún momento dado. Quiso reírse, pero se controló. ¿Cuál era la necesidad de anhelar vivir «para siempre»? Resultaría en un sufrimiento eterno.

No se tardó mucho en dejarla en el edificio que ya le resultaba familia. Exhaló una bocanada de aire, que se condensó y se volvió en vaho. Ya el frío azotaba con más fuerza la ciudad y auguraba más frialdad en la noche. Se abrigó mejor con la bufanda y se pasó las manos gélidas por las mejillas para despertar del pequeño letargo en donde se vio sumida. Se había quedado quieta frente a la puerta giratoria, dándose valor para lo que vendría. Ya no necesitaba trasladarse con los implementos de aseo porque Alistair se había asegurado de tenerle dispuesto un carrito cada vez que solicitaran sus limpiezas.

Se estremeció bajo sus dedos helados y atravesó la puerta giratoria. Los de seguridad le asintieron y siguieron con lo suyo al verla caminar hacia el elevador. Marcó el número del piso en el panel y esperó a que empezara a subir. Era curioso que Bastian no fuera dueño del ático, que viviera en el piso medio. Dejó de apretarse las manos cuando la puerta metálica se deslizó y salió del reducido espacio para ser recibida por Alistair, que le sonrió como saludo y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera.

—Hoy está de muy buen humor —le comentó en voz baja, y digitó los números que fungían de contraseña en el panel del apartamento perteneciente a la bestia sedienta de sangre.

«Espero que no haya hecho todo un desastre —pensó de repente apática. Se había habituado a la crueldad que reflejaba Bastian en sus víctimas—. El exceso de empatía puede conducirme a la desgracia», sopesó dirigiéndose a la habitación que le señaló Alistair.

Le entregó su abrigo, así como la bufanda y la mochila, miró toda la estancia rápidamente y se percató de que Bastian no estaba. Frunció el entrecejo y observó a Alistair con cautela.

—Está en la ducha —le aclaró.

Asintió y abrió la puerta de la recámara. Las arcadas la atosigaron enseguida. Esta vez era una joven de no más de veintiséis años. La dejó recostada en la pared contigua a la cama, donde se apreciaban cuadros paisajista manchados de sangre. Vestía solo la ropa interior y tenía la cabeza echada a un lado. Dejó de mirarla para no profundizar en las heridas que colmaban su cuello y brazos, y se aproximó al carrito. Se colocó los guantes y un cubrebocas. La pestilencia de la muerta no podría tolerarla esa tarde. Cuando se arrodilló frente al charco de sangre semihúmeda, ya a punto de coagularse por completo, se dio cuenta de que la asesinó hacía poco. Su mirada volvió a la joven al instante. El color de la vida se despojaba de su cuerpo poco a poco. Tragó saliva e inspiró hondo. Pronto se pondría azulada, grisácea o violácea. Cualquier color que demostrara su estado moribundo.




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